El adiós de unos irresponsables

Luis Padilla se detiene en uno de los capítulos más esperpénticos de la historia del CD Tenerife, cuando en una noche dimitieron entrenador, presidente y junta directiva.

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El Tenerife amaneció el 21 de diciembre de 2005 sin presidente, sin consejeros y sin entrenador. La noche anterior, de madrugada, uno tras otro habían presentado su renuncia en una loca cadena de dimisiones en la sala de prensa del Heliodoro. Para entonces ya había desertado hasta la afición. Quedaba un club a la deriva del que se habían hartado hasta los más fieles, aquellos que siguieron al equipo blanquiazul en la dura travesía por Tercera o Segunda B en medio de noticias sobre encierros, impagos, contrabando en los aeropuertos y bocadillos en los viajes.

Todos esos episodios los habían aguantado con resignación, pero ya se habían hartado de un club sin rumbo. Y aquella infausta noche de diciembre, en la que el Racing de Ferrol se llevó la victoria (1-2) de un Heliodoro desierto, poco más de dos mil irreductibles acudieron a la agonía de un equipo que sumaba once encuentros sin ganar y cuatro puntos sobre 33 posibles. Esa misma noche, en la sala de prensa, el entrenador anunció su marcha sin haber logrado una victoria. En poco más de un mes había convertido a un equipo con problemas (y con soluciones) en un cadáver.

Por el camino, aquel técnico se había pelado con jugadores y medios de comunicación. Pero no era el principal culpable del caos. En todo caso, una anécdota desagradable. Poco después, con el gesto muy digno y en una aparición fingidamente espontánea, se fue el presidente. Y luego, en una muestra de irresponsabilidad, le acompañaron los pocos consejeros y algunos empleados que aún quedaban tras un trienio marcado por el revanchismo, la improvisación y el disparate. Para entonces, a la bancarrota económica y la crisis deportiva se unía el descrédito social.

Por delante quedaban casi tres semanas sin fútbol, pero ese 21 de diciembre el Tenerife no tenía presidente, no tenía entrenador, no tenía dinero y no tenía apoyos. En tres palabras: no tenía futuro. Más que una amenaza, el descenso a Segunda División B era una certeza. El peligro era otro: la desaparición. Pocos se quedaron en aquel barco que se hundía. Uno de ellos fue José Antonio Barrios, que había iniciado el curso como técnico y había colocado al equipo como líder, antes de que una infame campaña de descrédito se lo llevara por delante. Pudo irse y cobrar, pero prefirió ayudar.

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La derrota ante el Ferrol precipitó los acontecimientos.

Ya se sabe: las ratas huyen y los tigres no temen a nada. Y el 'Tigre' Barrios, convertido en secretario técnico, encontró un valiente dispuestos a sentarse en el banquillo. David Amaral fue el encargado de resucitar el cadáver. A partir de ahí, algún político, varios empresarios y muchos héroes anónimos le colocaron un salvavidas (económico) a la entidad. Lo hicieron, además, ante las burlas de unos irresponsables [“Seguramente, ahora aparecerán candidaturas de sobra”, decía irónico un consejero aquellas navidades] que en tres años habían incrementado la deuda neta de la entidad en más de 22 millones de euros.

Para entonces, el Tenerife estaba en causa de disolución con un patrimonio negativo de casi treinta millones de euros, había dejado de pagar a la plantilla, mantenía deudas con otros clubes y era visitante asiduo de los juzgados. Como solución a todos los males, aquellos dirigentes propusieron malvender la Ciudad Deportiva a sus amigos. Luego, llegada la hora de huir, tampoco fueron elegantes.