El reino del ladrón de gallinas

Cuando las investigaciones judiciales empezaron a aflorar, cuando Pujol confesó, cuando los nacionalistas se vieron en un callejón sin salida, la secesión fue el remedio

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Un Estado no lo es porque decida serlo, sino porque los demás deciden que lo es. Así las cosas, el movimiento independentista catalán lo tiene más que complicado para llevar a la práctica la razón última de sus desvelos. Las disputas territoriales “dormidas” son tantas y de tal calibre en la Unión Europea (recomiendo este artículo de Francisco Sosa Wagner y Jacobo de Regoyos para abundar en el asunto) que ni a uno solo de los Gobiernos del viejo continente le conviene auspiciar un precedente que corre el riesgo de convertirse en una bola de nieve que termine por aplastar tejados propios y ajenos.

Sin embargo, guste o disguste a los gobiernos de la vieja y tan a menudo convulsa Europa, la democracia se ha tornado en una fuerza imparable para lo bueno, casi siempre, y lo malo. Que una mayoría se incline por una u otra opción política no significa que dicha opción política sea la adecuada, como bien quedó patente en la Alemania de entreguerras o, por citar un ejemplo de nuestros días, en la Venezuela bolivariana, donde el paso del tiempo llena de razones a quienes llevan años abominando del chavismo, ahora transformado en un irrisorio aunque peligroso circo. Pero eso, a fin de cuentas, es lo de menos.

Un repaso a los libros de historia refleja que los pueblos, dirigidos las más de las veces por grupúsculos rebosantes de populismo y capaces de irradiar unos desmesurados desvelos por el interés general, han tenido la sartén por el mango en los últimos siglos. Unas veces a las bravas y dejando unas cuantas cabezas por el camino, otras mediante las urnas, han logrado que se imponga su santa voluntad. Pero los pueblos también se equivocan, y por lo general, cuando reparan en ello, el daño está hecho.

Cataluña, donde el crecimiento del movimiento independentista resulta evidente, tanto como que sus partidarios quedan aún lejos de conformar una mayoría suficiente para imponer sus criterios al resto de la población, se sitúa en una dicotomía del querer y no poder que probablemente acabe en la nada, si acaso en una reforma constitucional que le dote de un mayor poder autonómico y, cómo no, de más dinero, el poderoso caballero que se halla detrás de todos los argumentos esgrimidos por los separatistas. La pregunta entonces es, ¿por qué tanto ruido?

Las cifras, como el algodón, no engañan: la estrategia de la diferenciación con respecto a España que los nacionalistas pusieron en marcha décadas atrás, cuyos pilares son el falseamiento de la historia, el adoctrinamiento escolar, el señalamiento permanente de un enemigo exterior como causa de todos los males (“Madrid”) y un creciente dominio de los medios de comunicación públicos y privados (la crisis en la prensa ha permitido acrecentar su capacidad de influencia financiera), ha surtido efecto.

El número de partidarios de la independencia ha crecido y, de continuar la tendencia, seguirá aumentando. En unos años podría superar el 50 por ciento y con algo de paciencia alcanzar el 60, incluso más, unos números que digan lo que digan otros Estados y existan o no razones históricas de peso, que no existen, obligaría a tomarse en serio la posibilidad de que Cataluña se convirtiera en una nación independiente. 

Entonces, ¿por qué tamaña insistencia en cambiar la historia en un momento en el que lo previsible, salvo sorpresa, es que no vaya  a cambiar? ¿A cuenta de qué tantas prisas si basta con permanecer sentado y ver cómo cae la manzana? ¿Por qué no esperar?

Basta un somero vistazo a la hemeroteca para comprender los motivos por los cuales la formación nacionalista predominante en la comunidad desde la reinstauración de la democracia, Convergencia Democrática de Catalunya (CDC), ahora eufemísticamente denominada Partido Demócrata Catalán, decidió, de la noche a la mañana, inmiscuirse en un terreno que no es el suyo y poner en marcha el proceso de tintes surrealistas al que llevamos asistiendo durante los últimos años, que culminará en el amago de referéndum del próximo 1 de octubre. Y es que sin Convergencia nada de esto habría ocurrido.

Un Estado no lo es porque decida serlo, sino porque los demás deciden que lo es, y a Europa no le conviene auspiciar un precedente que corre el riesgo de convertirse en una bola de nieve

Para empezar, los prebostes de CDC (llamémosla por el nombre de toda la vida) llevan tiempo contemplando horrorizados como su estrategia de diferenciación con respecto a España se ha vuelto contra ellos. Una formación política que en todo momento se ha movido en un escenario ambiguo, despotricando contra “Madrid” día sí, día también pero, a fin de cuentas, guardando la compostura institucional (en buena medida respondiendo a los deseos de un empresariado que tiene en el resto de España su principal mercado), no responde a las expectativas de unas nuevas generaciones educadas en el distanciamiento con el resto del Estado y la firme creencia en un carácter catalán propio, ajeno a siglos de historia en común y en buena medida plagado de alardes de superioridad.

Carambolas de la política, los principales beneficiarios de la estrategia de la diferenciación puesta en marcha por los nacionalistas han sido los independentistas de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC). Ellos están jugando a lo que han jugado siempre. Son acreedores de reproches desde muchos puntos de vista, pero justo es reconocer su coherencia. Eso sí, deberían agradecer a CDC que se haya esmerado durando años en “fabricarles a medida” a cientos de miles de fieles.

Si buscásemos paralelismos en el ámbito mercantil, nos encontraríamos con un consumidor que ha cambiado sus gustos, así que a CDC, para seguir contando con el favor de las masas, no le ha quedado otra que adaptar su discurso y radicalizarse. Al final se ha visto obligado a plegarse a los planteamientos que lleva promoviendo desde hace décadas. Es, a todas luces, el cazador cazado.

Pero, siendo importante el fenómeno del cambio de tendencia del electorado, no es el principal motivo de las prisas mostradas por los nacionalistas, quienes, a fin de cuentas, siguen siendo una formación con un enorme peso y grandes posibilidades de gobernar. La razón de la repentina urgencia de Mas y su elenco de seguidores por fomentar un proceso independentista es mucho más trivial de lo que parece: se trata de una estampida hacia adelante para hacer frente a un sinfín de escandalosos casos de corrupción en los que el “deshonorable” Jordi Pujol aparece en la cúspide de una organización política que lleva décadas metiendo la mano en la caja de los fondos públicos, haciendo y deshaciendo a su antojo y actuando a modo de mafia provinciana. Y no es necesario contar con una sagacidad extrema para llegar a la conclusión de que Mas y otros altos cargos de CDC estaban, cuando menos, al tanto de lo que ocurría. Pensar que no se han aprovechado de ello es llevar al extremo el beneficio de la duda. Pero hagámoslo.

Cuando las investigaciones judiciales empezaron a aflorar con escandalosos resultados, cuando Pujol confesó, cuando los nacionalistas se vieron en un callejón sin salida, cuando no pocos de ello comenzaron a calcular cuántos años pasarían en la celda de una prisión sin poder hacer uso de las riquezas acumuladas, la reacción fue de una virulencia extrema contra “Madrid”, adquiriendo la forma de movimiento secesionista. Que todo lo que se diga a partir de ahora contra nosotros, que todo lo que demuestren las investigaciones policiales y judiciales, se convierta en parte de la campaña de descrédito hacia Cataluña puesta en marcha por “Madrid”; que se interprete, además, como un ataque orquestado contra los derechos y la dignidad del expoliado pueblo catalán.

El siguiente paso, buscar un socio, fue rematadamente fácil. A fin de cuentas, Esquerra lleva toda la vida vendiendo lo mismo. Persigue la creación de un Estado a cualquier precio, y contar de repente con el apoyo del principal partido de Cataluña fue como recibir un regalo millonario. Desde todos los puntos de vista. Por fin la maquinaria del poder público, incluidos los medios de comunicación, se hallaba al servicio de la gran causa de la independencia. Ni en el mejor de sus sueños podían creer que llegaría ese día.

Las nuevas generaciones han sido educadas en el distanciamiento del resto de España y en la defensa de un carácter ajeno a siglos en común, en buena medida plagado de alardes de superioridad

Mas y los suyos, sobre quienes se ciernen casos de corrupción confesos y demostrados, a los que previsiblemente se sumarán otros que se hallan en fase de investigación, maquillaron su presencia en la lista de Junts pel Sí a los comicios autonómicos de septiembre de 2015 utilizando hombres y mujeres de paja, pero reservándose el papel protagonista en la toma de decisiones. De forma paralela, respetando la ley al mismo tiempo que saltándosela, dieron carácter de plebiscito a dicha cita electoral. De presunto corrupto y compañero de viaje de corruptos –en este caso no presuntos– a generoso caudillo de una renacida Cataluña libre. Arrestos, justo es decirlo, no le faltaron.

Pero para Mas lo importante no es Cataluña, sino Mas, de la misma manera que para CDC lo importante no son los catalanes, sino sus propios cargos. Si de verdad ansiasen la independencia, les hubiera bastado con esperar, con dejar pasar el tiempo suficiente para que se consolidase una clara mayoría independentista que obligase al Gobierno de España a negociar, y a los gobiernos europeos a aceptar la ruptura como un mal inaplazable. Es decir, a que se llevase a cabo la secesión cumpliendo todos los preceptos legales.

Ello podría haber ocurrido en 20, 30 o 40 años, pero ¿qué supone ese periodo en los libros de historia? También podría suceder que jamás se llegase a esa mayoría, claro está, pero confiar en que se alcance es la única forma de lograr el ansiado nuevo Estado, cuya materialización pasa, ineludiblemente, por el reconocimiento internacional.

Sin embargo, Mas, y con Mas Esquerra, y con ambos esa formación de tintes caricaturescos denominada CUP, se han precipitado, y las consecuencias de tal precipitación tal vez escapen a su control. El paso del tiempo probablemente haga demasiado evidentes las pérfidas intenciones que se esconden detrás del proceso promovido por la Generalitat, provocando un punto de inflexión que paralice el crecimiento del número de adeptos a la causa. 

Tal paralización puede llegar bien con una reforma constitucional, bien mediante un proceso de maduración personal y colectiva por parte del electorado. Es el riesgo al que se enfrentan los promotores del proceso, pero es que la cárcel es un lugar muy triste, y el escarnio público el mayor de los castigos

Y hasta aquí una historia de pillos. Vayamos ahora a lo que de verdad importa.

Aunque el número de votantes que dio la espalda a la candidatura independentista de Junts pel Sí en 2015 superó al de quienes la apoyaron, la adjudicación de escaños acorde al vigente sistema electoral posibilitó una victoria en número de parlamentarios por parte de la lista independentista, que logró el control de la mayoría absoluta gracias al apoyo de los diputados del CUP, formación que también apoya la secesión.

Apoyar una lista con Mas y sus adláteres significaba convertirse en cómplice de un sistema embadurnado por la corrupción, al tiempo que aceptar la corrupción como modus vivendi del nuevo Estado

Ello significa que millones de votantes catalanes –a quienes les asiste el derecho a expresar su voto en el sentido que les dé la gana y, cómo no, a reclamar la secesión, aunque dicha secesión sea imposible de lograr en el actual marco legislativo– se prestaron a convertir en líder del proceso independentista a un personaje oscuro sobre el que se cernían, y se ciernen, todo tipo de sospechas; un personaje que representa, a su vez, a una organización política que se halla sumergida en un innegable fango de corrupción. La situación es propia de una ópera bufa. De carcajada si no fuese por lo patética que resulta.

Con lo que se sabía, e incluso dejando a un lado lo que se suponía que se iba a saber y, de hecho, se está sabiendo, apoyar una lista en la que figurasen Mas y sus adláteres significaba convertirse en cómplice de un sistema político embadurnado por la corrupción, al tiempo que aceptar la corrupción como modus vivendi del nuevo Estado que tanto se ansía. Porque quien se saltó la ley en secreto para favorecer intereses partidistas y personales, quien alardea de que se la va a saltar ocurra lo que ocurra, se la seguirá saltando cuando le venga en gana, con más facilidad si cabe en un hipotético escenario donde sería juez y parte.

Con respeto, aunque sin ánimo de ser complaciente ni aspirar a la corrección política, cabe considerar el apoyo a la lista de Junts pel sí (que no la expresión de un deseo de independencia) como uno de los mayores casos de borreguismo de masas de la historia de Europa. Elegir como jefes del nuevo corral a los ladrones de las gallinas supera todas las expectativas de estupidez electoral. Y no es que no haya ocurrido antes, porque tanto PP como PSOE y otras formaciones políticas han presentado listas encabezadas por corruptos que han logrado aplastantes mayorías, pero ninguno de ellos estaba considerado un caudillo libertador cuyo objetivo era, precisamente, cambiar el estado de las cosas, y mucho menos el curso de la historia.

Cataluña carece de argumentos históricos para reclamar la independencia, y las razones hasta ahora esgrimidas en pro de la secesión se quedan en interpretaciones sesgadas, cuando no delirantes, de una realidad diseñada a la medida. Pero si parte de sus ciudadanos están empeñados en ello, si creen que serán más prósperos y felices conformando un nuevo Estado, lo menos que se les puede aconsejar es que actúen con un cierto grado de pudor democrático, que no se conviertan en cómplices de lo que la mayoría de ellos con seguridad tanto desprecian.