Esa peligrosa costumbre de balancearse sobre el abismo

Cuando alguien es consciente de las consecuencias que puede acarrear su inacción, y Mélenchon lo es, la pasividad se convierte en una clara toma de postura

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Con frecuencia lo fácil es lo difícil. Por alguna extraña razón, el ser humano a menudo pierde la facultad de diferenciar lo importante de lo banal, de jerarquizar la realidad de forma que lo relevante se sitúe en lo más alto y lo secundario en el lugar que le corresponde. Acaso sea lo que le ha ocurrido a Jean-Luc Mélenchon, líder de Francia Insumisa. Tras celebrarse la primera vuelta de las elecciones presidenciales francesas y quedar apeado de la carrera al Elíseo, en lugar de apoyar a uno de los candidatos en liza se ha decantado por una impostada desidia. A primera vista parece que evite influir en un electorado al que, sin embargo, trató de convencer en la primera vuelta, pero cuando uno es consciente de las consecuencias que pueden acarrear sus actos, y Mélenchon lo es, la pasividad se convierte en una clara toma de postura. En este caso en cómplice de una escalofriante posibilidad.

Pocas veces lo iba a tener más fácil el líder de la denominada izquierda alternativa a la hora de tomar una decisión: una de los contendientes es xenófoba, racista, poco dada a los hábitos democráticos y ultranacionalista. En román paladino, una fascista. Del otro lado un candidato que puede ser todo lo liberal que se quiera, todo lo repugnantemente apegado al capital que se quiera, todo lo desagradable y mal tipo que se quiera, pero ni es xenófobo, ni racista, ni antidemocrático, ni nacionalista. La diferencia no es poca. Y las consecuencias de que resulte elegido uno u otro tampoco lo serán.

Mélenchon juega con fuego. Al evitar pronunciarse sobre la conveniencia de apoyar al liberal Emmanuel Macron, cuando menos arguyendo que se trata de un mal mejor, lo sitúa en el mismo plano que Marine Le Pen, a quien otorga una carta de naturaleza democrática que no le corresponde. A estas alturas nadie ignora de qué pie cojea la hija de Jean-Marie Le Pen. Nunca lo ha ocultado, aunque justo es reconocer su habilidad para disfrazarse. Dado que va siendo hora de obviar los eufemismos, cabe subrayar que tras el desgraciado advenimiento de un ser diabólico llamado Adolfo Hitler, la ultraderecha jamás había disfrutado de un líder de tanta enjundia. Y también procede recordar que Hitler, un prodigio de la oratoria y el encandilamiento de las masas, paladeó las mieles del poder gracias a los sufragios de los ciudadanos.

Al evitar pronunciarse sobre la conveniencia de apoyar al liberal Macron, Mélenchon lo sitúa en el mismo plano que Le Pen, a quien otorga una peligrosa carta de naturaleza democrática 

Nada menos que siete millones de franceses apoyaron a Mélenchon en la primera vuelta, un 20 por ciento del electorado. Si un elevado porcentaje de ellos se decantara por la opción decidida hace unos días, en una consulta a través de internet, por alrededor de 240.000 afiliados y simpatizantes de Francia Insumisa: el voto blanco o nulo, las opciones de triunfo de Le Pen crecerían exponencialmente. Que un 34 por ciento de los participantes en dicha consulta se pronunciara a favor de Macron aminora, desde un punto de vista estadístico, las posibilidades de una tragedia. Pero valga como preocupante contraposición que parte de ese electorado, el menos ideologizado (en el que no se incluyen los musulmanes), apoyará a Mariane Le Pen. A fin de cuentas, el mensaje nacionalista y antisistema une a ambos extremos del espectro político galo. Y para complicar aún más el panorama, parte de los seguidores del conservador Fillon también lo harán. La posibilidad de que la noche del domingo nos hallemos ante un escenario catastrófico es real. Conviene tener en mente lo ocurrido en Reino Unido con el Brexit y en los Estados Unidos con Donald Trump.

Mélenchon ha evidenciado que cuenta con el carisma suficiente para arrastrar a millones de votantes, pero su decisión de desentenderse de tal liderazgo en favor de una decisión asamblearia ha puesto en riesgo el futuro de Francia y de la Unión Europea. Ha situado a un lado de la balanza la transformación del sistema y al otro la ruptura, y el fiel se ha inclinado hacia la segunda de las opciones. Al igual que ha ocurrido en Reino Unido, la miopía histórica puede tornarse en una concatenación de desgracias.

Francia Insumisa se encuentra en su derecho de protestar por el actual estado de las cosas, de quejarse por las diferencias de renta, los abusos que sufren los trabajadores, las injusticias de la globalización o la toma de decisiones por parte de una casta alejada del común de la población. La razón le asiste en muchos de sus planteamientos. Y también está en su derecho de hacer todo lo posible para que esas cosas cambien, para que la sociedad francesa sea más justa y los ciudadanos mejoren su calidad de vida. Hasta ahí nada que objetar, porque si las sociedades avanzan es porque alguien brega para que así ocurra.

Pero lo que Francia Insumisa no debe obviar, tampoco su líder, y mucho menos sus siete millones de seguidores, es que Europa, y dentro de Europa, Francia, ha vivido los 70 años más prósperos de su historia; que nunca antes el continente había disfrutado de un periodo tan largo de paz; que jamás los trabajadores habían disfrutado de tantos derechos ni de tanta protección jurídica y social; que las minorías han encontrado el reconocimiento y el paraguas legal que llevaban siglos ansiando; que incluso en una época de crisis económica las clases más desfavorecidas se han beneficiado de unos servicios públicos que, si bien mermados, han seguido funcionando; que la sanidad, la educación y la cultura llegan a toda la población sin distinción de sexo, edad ni clase social; que la libertad de expresión es un derecho consolidado; que la justicia aplica la ley a débiles y a poderosos; que con todas las injusticias, desigualdades y errores que haya que corregir, Europa, y dentro de Europa, Francia, se ha convertido en el mejor lugar del planeta para vivir, en el modelo de convivencia y bienestar que aspiran a alcanzar la mayor parte de las regiones del mundo. 

El líder de la nueva izquierda pone en riesgo todo lo bueno que se ha logrado en los últimos 70 años, incluida la protección de los trabajadores, de las minorías y de los más desfavorecidos

Partiendo de esa realidad, avalada por la historia y las cifras, la mejor opción no parece que sea derribar un sistema que, pese a sus múltiples imperfecciones, se ha revelado efectivo, sino transformarlo. Porque se puede transformar. Porque pese a lo que aseguran buena parte de las corrientes radicales de todo signo, en Europa son los ciudadanos quienes gobiernan a través de sus representantes, nunca las grandes corporaciones desde siniestros despachos cuyas decisiones se sitúan por encima del bien y del mal -tal mantra conspiranoide forma parte del discurso que se transmite a una opinión pública especialmente permeable-. Otra cosa es que una mayoría de los votantes no comulgue con las propuestas de cambio que plantean determinadas formaciones políticas, pero eso hay que aceptarlo en la medida que se ama la libertad y se respeta la democracia como muestra de la voluntad popular, nunca al modo que la entiende Nicolás Maduro.

Mélenchon, con su impostada desidia y su descomunal irresponsabilidad hacia su país, hacia Europa y hacia la historia, y también hacia los millones de europeos que han luchado y entregado sus vidas por la causa de la libertad, acerca a Le Pen al triunfo y pone en riesgo todo lo bueno que se ha logrado en los últimos 70 años, incluida la protección de los trabajadores, de las minorías y de los ciudadanos más desfavorecidos, esos colectivos por los que tanto dice preocuparse y con los que tanto se le llena la boca. En lugar de hacer lo posible para que triunfe Macron, lograr que prevalezca el juego democrático y enfrentarse a él desde la dialéctica, se ha empeñado en restarle posibilidades y dar aire a quien entiende la democracia como un impedimento para sus ansias totalitarias, nada menos que a quien ha concitado el apoyo de personajes de la ralea de Farage, Trump o Putin.

Aún en el caso de que Le Pen sucumba ante Macron, el mal estará hecho. El incremento del porcentaje de votos que logrará la candidata fascista le dará oxígeno y fuerzas. La convertirá en la líder opositora de facto y la situará, una vez más, en posición ventajosa de cara a la siguiente cita electoral. Y no olvidemos lo que le ocurre al cántaro que va a la fuente una y otra vez. En cierto modo, Le Pen ganó el pasado 23 de abril, cuando logró pasar a la segunda vuelta de las presidenciales, y también, en cierto modo, ganará de nuevo este domingo aunque sea superada por Macron. Y cuando ella gana, la libertad pierde. Todos perdemos.

Las encuestas, que hace una semana concedían a Macron un desahogado 20 por ciento de ventaja, empiezan a reducir la distancia entre ambos. Y no olvidemos que muchos de los encuestados, especialmente en las áreas rurales, tienden a ocultar su voto a los entrevistadores, máxime cuando van a optar por un opción controvertida.

Si un porcentaje elevado de los siete millones de votantes que apoyaron al líder de Francia Insumisa se decantara por el voto blanco o nulo, a quienes habría que sumar los desnortados que se dejarán encandilar por los cantos de sirena de la líder fascista, la posibilidad de una victoria de Le Pen subiría muchos enteros. Y si finalmente se produjese el peor de los escenarios, la identidad del culpable resultaría harto evidente.

Y como tan importante momento de la historia requiere que se abandonen los eufemismos y se haga uso del lenguaje directo, justo es subrayar que lo que está haciendo Mélenchon con su impostada desidia es ni más ni menos que apoyar a la extrema derecha. Sólo cabe esperar que tan absurda y estúpida decisión no acabe por arruinar nuestras vidas ni las vidas de las generaciones venideras.