Aida González Rossi

Opinión

Pienso seguir siendo una pesada

Escritora y periodista especializada en Estudios de Género

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Perdón a mis amigas. A mi familia. A mis conocidas y a la gente con la que me cruzo por la calle y a quienes me siguen en redes y a cualquiera que vaya a coincidir conmigo en algún momento de mi vida. Les pido disculpas, les comunico que pienso seguir siendo una pesada pase lo que pase: si esperaban que me reformara. Que esta etapa, yo a punto de cumplir los 27, yo reformándome de otras cosas como no responder al whatsapp o criticar sin motivo, fuera también la salida para esto. Pues fallaron. Ahora resulta que estoy obsesionada con la pesadez. Le di la vuelta completa al tema. Soy una pesada sabiendo que es pesada, amando ser pesada, fijándose en las pesadeces de los demás y atesorándolas.

Lo que me pasa ahora con la pesadez (estar todo el día pensando en ello, compararlo con cualquier cosa que me suceda, integrarlo en mi forma de ver el mundo y echarme discursos larguísimos cuando alguien se muestra dispuesto a saberme como yo soy del todo) me ha pasado en otros momentos con muchísimas otras cosas. He estado obsesionada con Pokémon, con el gesto de abrir la Nintendo, con la idea de videojuego en general. Con los emoticonos del messenger. Con la idea de concreción. Con las piscinas, con la noche, con el humo del cigarro de una de mis compañeras de clase, con los pájaros, con Taylor Swift, con Mitski, con muchos bots de Twitter, con las narrativas, con el número de mecheros que la gente lleva en el bolso. Me pasa que a veces tengo ocurrencias que se extienden como un buche de agua de mar escupida mientras te ríes, y años enteros de mi vida se han visto todos mojados por esa red conceptual en la que cacho a cacho me da por ir encajando cualquier cosa que me suceda. Me pasa que a veces me pego meses escuchando la misma canción una vez y otra y otra y al final parece que me habla justo a mí, o al final hago cosas regidas por lo que esa canción me dijo, y me pasa que a veces erijo una simbología completa a partir de un libro del que, de repente. Hablo hasta agotarle el sentido.

Imagínense. Esto desde chica: me han dicho tantas veces cállate ya con eso o déjalo o no es momento para. Y, la verdad, hubo un tiempo en el que me lo creí. Intenté morderme la boca con fuerza. Para que no se me abriera, porque, si se me abría, empezaría a salirme una ristra de y esto me recuerda a y esto me hace pensar que y tú alguna vez te has planteado que. Hubo un tiempo en el que intenté amoldarme a lo que se supone que es conversar, a esa cosa de acabar tan encorvada hacia la otra persona que te olvidas por un momento de quién eres tú: eso hasta que te aparece una obsesión sobre la lengua. Mordida nueva. Hasta que no presionas lo suficiente y sale, ¿y ahora? Y te sientes de pronto renovada, presente, pero con una culpa tremenda: la sensación después de haber estado fuera de lugar, de haber movido demasiado las manos y haber aportado demasiado al momento. Es decir, hubo un tiempo en el que tuve que elegir entre dos cosas: o callarme la boca y diluirme o dejarme echar todo lo que tenía acumulado y sentirme invasora.

Esto pasó, pero ya no pasa. Un día, yo tan tranquila en mi cuarto, empecé a obsesionarme con la idea de la pesadez. A analizarla para ver qué malestar encontraba debajo: como siempre, la convertí en una metáfora poderosísima a través de la que contar y leer toda mi existencia, y como siempre acudí a mis amigas y les llené la cabeza de blablabla y dejaron que lo hiciera. Me contaron, a la vez, su blablabla propio. Me dije entonces: ser pesada me hace feliz. Me hace feliz, además, que la gente lo sea. Me hace feliz que podamos articular nuestra vida alrededor de cosas que solo tienen sentido en ella; que podamos compartirlas en espacios seguros en los que no tienen por qué decirnos cállate y en los que las normas se adaptan a quienes somos. Es más, pensé. Si yo no fuera pesada. Yo no sería yo. No solo por la pesadez en sí, sino por el hecho de darles importancia a cosas que la tienen tanto: por poder relacionarnos sin enmascararnos, soltándonos del todo, sin diluirnos y entendiendo que el entusiasmo por sí solo nunca es invadir.

Así que esta es la última vez que pido perdón por esto. Creo en la pesadez. Creo en llevar una idea hasta su última gota y luego convertirla en una distinta. Creo en llenar los espacios que habitamos y creo, por supuesto, en conocer verdaderamente a las otras personas: creo en el tú sigue que yo te escucho, en el no me canso, venga, en todo lo que podemos hacer si nos dejamos hablar como hablamos de verdad y no como supuestamente deberíamos.