Carta de un viejo camino a los caminantes

Hay caminos con mucha historia., que claman por su conservación. Haríamos bien en escucharlos.

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Un día, caminando por Las Vueltas en dirección a Taganana, escuché que el camino me hablaba.

Lo juro, escuché su voz, y su latido quejumbroso, camuflado como una psicofonía entre los chasquidos de las ramas al ser agitadas por el viento y el goteo de la bruma en los charcos del suelo. Como llevaba lápiz y papel, y consciente de que la memoria no me da para tanto, decidí tomar nota para que su mensaje no se perdiera....

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"Querido caminante...

Soy viejo. Muy viejo. Nací casi al mismo tiempo que mi desaparecido viejo amigo el Ingenio, y tengo razones para creer que mi llegada al mundo mucho tuvo que ver con la suya, y que, sin él, yo no habría sido nunca quien soy. Un día, hace siglos, los pobladores del Valle empezaron a abrir una brecha en el espeso y enmarañado monte. Se movían despacio pero sin cesar, adentrándose en la espesura, deshaciendo la roca con sus herramientas a base de golpes, de pico y pala, incesantemente, lomo arriba.

Me fijé en que se aseguraban de darme una anchura de seis pies como mínimo, algo extraño en mis compañeros de estos lugares tan angostos. Como si yo fuera más importante que los demás… Cuando me volvía más pendiente, trazaban en mi figura vueltas, y revueltas, y más vueltas, y más… Tantas, que no podría decir cuántas tengo…

Y así, crecí y crecí y me hice más alto, hasta la cumbre. ¡Cuánto esfuerzo! ¡Cuánto sudor! ¡Cuánto sacrificio, cuánto dolor tuvieron que padecer mis padres, en las manos, en la espalda, en todas partes! No se detuvieron allí. Desde la cumbre, continuaron. Más allá, y más allá. Y a cada paso, yo me hacía más y más grande. Al cabo de poco tiempo, mi delgada y serpenteante figura se extendía desde la casa de Juan Delgado, en Taganana, hasta la Villa de San Cristóbal de La Laguna. Más de cuatro leguas. ¿Se imaginan?

A mi nacimiento le siguieron mis buenos días. Eran los tiempos en que el Ingenio funcionaba. A mi lado, el Barranco del Agua llevaba el líquido de la vida hasta el molino, y este giraba y giraba, y el azúcar refinado salía de la Casa en cajas de madera, y las bestias llevaban el “oro blanco” hasta la Villa. ¡Cuánto trasiego, qué días de esplendor! En aquellos tiempos, dicen, y fruto de esa riqueza, fue cuando llegó el “tesoro” de Taganana, que se guarda celosamente en la Parroquia. Yo no sé lo que es, pero parece que sigue allí, y dicen que es muy valioso y que como él hay no hay otro en Canarias…

Y cuando el Ingenio agotó sus días, seguí siendo muy útil, porque por mí comenzó a circular el vino, y siempre, por aquí, iban las gentes de Taganana a La Villa de San Cristóbal, pero también los valles del sur. Y por aquí andaban viajeros de Francia, y de Flandes, y de toda Europa. Mucha gente me usaba cada día: gangocheras, carboneros, leñadores, carteros, medianeros, comerciantes, y bestias cargadas. Me tenían siempre cuidado y arreglado. No dejaban que la bóveda me cubriera para que mi firme se mantuviese seco cuando había niebla; limpiaban cada semana mis desangraderas para que no me rompiese cuando llovía mucho, quitaban los árboles que caían sobre mí, y si alguna de las grandes piedras de mi empedrado se caía, la volvían a colocar.

Pero hoy… ¡ay! Tiempos aciagos me ha tocado vivir. No hace mucho tiempo, los descendientes de las mismas personas que me habían creado y cuidado durante tanto tiempo decidieron que me había quedado anticuado y que ya no les era útil. Durante siglos, fui portador de sus pasos, de sus mercancías, de sus noticias, de sus amores y desamores, de sus tragedias, sus alegrías y sus tristezas, de sus poemas y sus canciones. Crearon una carretera nueva por la que pudieran circular sus nuevas bestias de metal y ruedas, y destruyeron casi todo mi trazado para dárselo a ella.

No quiero que pienses, no obstante, que soy uno de esos viejos cascarrabias que solo mira al pasado con nostalgia y se olvida de que tiene un presente y un futuro. En los últimos años, cada vez más personas me utilizan de una forma diferente. Llevan ligeras mochilas en lugar de los pesados morrales de antaño y vienen sonriendo donde antes sufrían. Les gusta andar sobre mí, y a mí me gusta sentir sus pasos recorriéndome sin prisas y sin el sacrificio de antaño. Parece que disfrutan mucho a pesar de todo, y eso me reconforta, porque significa que, aunque con una tarea muy diferente, para algunas personas sigo siendo útil. Aunque esté muy mayor, y me encuentre con muchos achaques, y ya no me quieran tanto como antes, y apenas me cuiden.

Tengo derecho a existir y sigo estando aquí, vivo. ¡Y tengo tanto que enseñar…!"

Atentamente,
El Camino de Las Vueltas de Taganana (1506-2018)