Cristo: a hombros y en Primera

Luis Padilla nos recuerda este jueves la despedida de Cristo Marrero como jugador del CD Tenerife.

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“Porque si uno pudiera elegir la manera de morir, yo elijo ésa, hermano. Yo elijo ésa”. Con esas palabras cierra el irrepetible Roberto Fontanarrosa su célebre cuento '19 de diciembre de 1971', una mezcla de ficción y realidad [porque el partido existió y lo ganó Rosario Central por 1-0] sobre las maniobras de unos seguidores de Rosario Central para conseguir que el viejo Casale –un veterano hincha enfermo de corazón que jamás había visto perder a su equipo un derbi ante los leprosos del Newell’s Old Boys– pudiera asistir a un clásico pese a la estricta prohibición de sus familiares.

Necesitados de la buena estrella de Casale, al final lo engañan y acude al derbi. Y acabado el partido, dramático, intenso, con un agónico 1-0 para Central, cae fulminado en las gradas por culpa de un infarto. Pero como cuenta Fontanarrosa, muere “saltando, feliz, abrazado a los muchachos, al aire libre, con la alegría de haberle roto el orto a la lepra por el resto de los siglos”. 

Cristo Marrero Henríquez (Tenerife, 1978) no pudo elegir la forma de despedirse de los aficionados del Tenerife. Uno se va cuando le toca. Y punto. En el mejor de los casos, elige la fecha de decir adiós, pero no la forma. Pero si hubiera podido hacerlo, es muy probable que su elección no hubiera diferido mucho de la que le tocó vivir el 21 de junio de 2009: con el Heliodoro lleno, con su gente feliz, con una Isla volcada celebrando un ascenso a Primera División, con más de veinte mil espectadores en las gradas coreando su nombre, a hombros de sus compañeros, dando una interminable vuelta de honor, recogiendo el cariño infinito de los aficionados blanquiazules y con la posibilidad de entregarle la camiseta, su última camiseta, a la hija que lloraba en la tribuna. Porque así se fue Cristo Marrero del equipo al que dedicó los seis mejores años de su vida. Y del que fue faro –muchas veces su único faro– en las noches de tormenta que debió padecer. 

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Cristo Marrero, despedido a hombros por la afición del CD Tenerife

 Porque a Cristo le tocó atravesar el desierto. Años de inestabilidad institucional, poco dinero y muchos problemas. Y su vida personal tampoco fue fácil. Como futbolista se hartó de marcar goles en Las Zocas y cuando cumplió su sueño de jugar en el Tenerife una lesión casi le deja sin debutar. Al final, siempre en Segunda División, marcó 23 goles en 169 partidos oficiales, casi siempre saliendo desde el banquillo. Pero por encima de los números dejó sensaciones. La de que podía tener malos días, de acuerdo, pero cuando jugaba Cristo el espectador siempre se iba a casa con la impresión de que si no se hizo más fue porque no se pudo. Y así celebró un ascenso, con ficha de futbolista y alma de aficionado. Y así se ganó el cariño de la gente. Porque sin payasadas ni poses para la galería supo ser la prolongación del seguidor en el campo. Y entendió que él jugaba en nombre de miles y miles de tinerfeños a los que les hubiera gustado tener condiciones para hacerlo. 

Por eso, cuando le tocó marchar, Cristo Marrero seguramente tuvo la despedida que él hubiera elegido. Y la que se ganó.