El día que quemaron en la hoguera al vecino de Tenerife Alonso Yanes (y a otras siete personas)

En el primer cuarto del siglo XVI se presentó en Canarias una mortífera visitante: la peste. Convencidos de que se trataba de un castigo divino, los inquisidores tomaron medidas...

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24 de febrero de 1526. Las Palmas de Gran Canaria. 

Las campanas de la Catedral tocan a muerto durante toda la mañana. Su tañido, que resuena en cada calle de la ciudad, recuerda a los presos que ha llegado el día de cumplir su condena.

Todo está dispuesto en la Ciudad Real de Las Palmas de Gran Canaria para acoger el primer Auto de Fe que celebra en las Islas su excelencia, el magnífico Señor D. Martín Jiménez, Inquisidor Apostólico del Obispado de Canarias.

Y se estrena a lo grande: quemando personas vivas.

Así, ofreciendo en sacrificio a quienes hacen enfadar a Dios, piensa el Santo Oficio que se pondrá fin a la epidemia de peste que el cielo ha enviado a las Islas, a su juicio, para castigar la permisividad que las autoridades y la población de Canarias ha tenido con la herejía.

El único vecino de Tenerife que va a correr tan desgraciada suerte es el labrador Alonso Yanes.

Nacido en Asturias, en Villaviciosa, es uno de tantos colonos que llegaron a la isla en busca de una vida mejor. Seguramente nunca imaginó que, en las Afortunadas, iba a encontrar el peor de los destinos: ser abrasado, vivo, por las llamas.

Comparten su suerte siete personas más. De La Palma provienen Alonso y Constanza de La Garza.

También los judíos Álvaro González y Mencia Baez, que nacieron en Portugal, donde se casaron y tuvieron un hijo, llamado Silvestre. Se convirtieron al cristianismo para esquivar al Santo Oficio y marcharon a vivir a la isla, donde Álvaro ejercía junto a su hijo, hasta su detención, el oficio de zapatero. Hoy, los tres, madre, padre e hijo, van a terminar sus días juntos en la hoguera.

A Silvestre no solo se le va a quemar: primero se le va a torturar y a azotar públicamente, por haber tratado de escapar de la cárcel donde los reos aguardaban el cumplimiento de la sentencia.

¿De qué se les acusa? De seguir practicando, a escondidas, la religión de sus antepasados.

El mismo motivo lleva a ser quemados en la hoguera a dos vecinos de Gran Canaria, judíos conversos: el verdugo de la Isla, Pedro González, natural de Ávila, y el Maestre Diego de Valera, cirujano.

Hoy, todas estas personas emprenden, entre vítores, su último viaje: el que conduce desde la plaza de la Catedral, donde se celebra el sermón y se van a leer públicamente los poderosos motivos que existen para condenarlas, hasta al quemadero que se ha instalado frente a la ermita de los Reyes.

Allí les espera el gentío, ansioso por ver el espectáculo que, creen, va a liberar a las islas de todos los males que el Señor les envía como castigo.

Primero, claro, se han ocupado de confiscar todos sus bienes...