El sueño frustrado de Charles

El 27 de enero de 1831 se inició en Inglaterra un viaje que sacudió el mundo y lo transformó para siempre. La primera escala tenía nombre propio: Tenerife.

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Amanecer del 6 de enero de 1832. Hace 10 días que el barco partió de Plymouth, y Charles comienza a ser consciente de la magnitud de la aventura que tiene por delante. Atrás, queda la comodidad del hogar, en la vieja Inglaterra. Adelante, el infinito océano y la enigmática perspectiva del Nuevo Mundo.

El objetivo de la expedición es cartografiar la costa sur de América y estudiar las corrientes oceánicas en las rutas marítimas. Pero el regreso demorará, en teoría, dos años, y el capitán, Robert Fitzroy, que no puede entablar amistad con sus subordinados, necesita un acompañante "de buena clase", con conversación, que le pueda amenizar el largo viaje. Si además le interesan las ciencias naturales, miel sobre hojuelas, porque podrá aprovechar las escalas en tierra recolectando especímenes y muestras que engrosen la colección de las universidades británicas. Esas son las razones que han llevado al joven Charles, un naturalista de apenas 23 años que se marea en los barcos, a bordo del HMS Beagle.

El navío se aproxima a la costa de la isla de Tenerife, primera escala tras abandonar Europa. Charles experimenta una intensa emoción. Sueña con viajar a la isla desde que estudiaba y, de hecho, había planificado visitarla con sus compañeros, tras su graduación. 

Querían seguir los pasos de su ídolo, Alexander Von Humboldt, cuya obra era una referencia entre los estudiantes de ciencias naturales. Ansiaban repetir sus pasos y ascender a la cumbre del Teide, comprobar por sí mismos la gloriosa sensación a esa altitud, y sentir lo que él había sentido al atravesar los bosques de laureles. Ahora, por fin, iba a tener la oportunidad de hacerlo.

Tenerife está a apenas 12 millas al suroeste cuando el sol sale de su escondite nocturno. Fitzroy planea abastecerse aquí antes de emprender el largo trayecto hasta América, así que Charles dispone de unos días para intentar la excursión hasta El Pico, que se muestra por encima de las nubes, elevándose hacia el cielo, tan alto como siempre había soñado. La recortada y abrupta costa de Anaga sale al paso del Beagle, que la dobla hacia el suroeste para acceder a la rada de Santa Cruz.

Son las 11 de la mañana. Apenas queda media milla para alcanzar la ciudad: una pequeña y hermosa población de blancas casas. Cuando están preparando el ancla, se acerca hasta ellos una embarcación que porta malas noticias: deben guardar una cuarentena de 12 días antes de poder desembarcar. 

¿La razón? Se ha desatado una epidemia de cólera en su país natal, y esto ha puesto en alerta a las autoridades, que han decidido la aplicación de esta medida a todos los navíos que procedan de Inglaterra. Fitzroy toma una decisión inmediata y descorazonadora: no pueden esperar tanto tiempo, así que sin más dilación, tomarán rumbo a Cabo Verde y se aprovisionarán allí.

La decepción se apodera de Charles. Su sueño se desvanece. Esto escribió en su diario:

"Acabamos de abandonar, quizá, uno de los lugares más interesantes del mundo, justo cuando estábamos lo suficientemente cerca como para ver cada detalle, sin poder satisfacer nuestra curiosidad"

Sin embargo, satisfará sus ansias de exploración y su curiosidad en otros lugares. Tocará, verá, olerá, recolectará y tomará nota de absolutamente todo durante casi cinco años, en el viaje que dio pie a la mayor revolución en la historia de la ciencia. Porque hasta ahora hemos repetido el nombre de pila del joven Charles, pero no su apellido: Darwin. Charles Darwin.

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Charles Darwin | IMAGEN DE LA RED

Él aún no sabe que va a cambiar para siempre la forma de entender el mundo. Que va a generar un cisma sin precedentes cuando, 27 años después, publique "El Origen de las Especies", posiblemente la obra más revolucionaria de la Historia. Que va a sacudir, como un terremoto y para siempre, los cimientos de la biología.

Se alejan hacia el sur. Llega la noche. Darwin contempla el cielo desde la cubierta. La visión del firmamento desde el océano le fascina. En su diario, anota:

"Ahora entiendo el entusiasmo de Humboldt por las noches tropicales. El cielo es tan claro, el brillo de las estrellas tan intenso, que parecen pequeñas lunas proyectando su resplandor sobre las olas."