Pedro, el verdugo fugitivo.

En 1527 el Gobierno de Tenerife se encontraba con dificultades para hacer cumplir las sentencias que dictaba: su verdugo estaba fugitivo de la justicia.

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Hoy es 21 de junio de 1532

La Villa de San Cristóbal recibe el verano con una reunión del Cabildo, que va a tratar un asunto de gran importancia: la ciudad carece de verdugo para ejecutar las penas de muerte que se dicten en la isla. 

El Cabildo, con fondos públicos, había adquirido un esclavo de piel negra, de nombre Pedro, para ejercer este cargo. Sin embargo, en un rocambolesco giro de los acontecimientos, el propio verdugo fue acusado de hurto, y en consecuencia, terminó siendo apresado y sentenciado a la horca. Pedro, sin embargo, consiguió huir cuando lo iban a ejecutar, y se escondió en el monasterio de Santo Domingo. Allí permanece desde entonces, porque los frailes, que se niegan a permitir su ejecución, lo protegen bajo su techo.

Al Cabildo de Tenerife, sin embargo, se le acumulan los problemas. Hay varias ejecuciones de muerte pendientes y otras tantas por penas corporales, pero no hay un verdugo que las ejecute. En Tenerife, y en el Reino de Castilla en general, no existe la peregrina idea de Eddard Stark de Invernalia, que defiende que "quien dicta la sentencia es quien debe blandir la espada". No. Aquí, la tarea de verdugo se le asigna a los esclavos: los señores firman las sentencias, pero no se manchan las manos de sangre. El Cabildo ya invirtió un dinero en Pedro para este fin. Y está dispuesto a recuperar su posesión.

En la reunión de hoy, que tiene lugar en la ermita de San Miguel, junto a la Plaza del Adelantado, los regidores deciden solicitar a los frailes de Santo Domingo la devolución de Pedro, pero acatan el hecho de que se encuentra bajo la protección de la Iglesia: por eso, les otorgan todas las garantías de que no se le va a ejecutar. No obstante, una vez entregado, se le mantendrá con vida y se le encerrará en casa de un espartero, para sacarlo cada vez que se necesite ejecutar una pena en la plaza pública.

Termina la sesión. Los regidores se dirigen al monasterio. Al llegar, leen lo acordado al prior del monasterio, Gerónimo Lisgarra, protector de Pedro. Ignoramos si contaban con su respuesta. Fue un "no" rotundo, acompañado de una amenaza:

"Si lo sacan, que caigan sobre ellos las penas que se disponen contra aquellos que sacan de la Iglesia a los que están en ella bajo su amparo".