Quien acude por primera vez a un terrero de lucha canaria suele quedar sorprendido por dos cosas: la nobleza del gesto y la generosidad del público. Lo primero ocurre cuando el vencedor, en lugar de celebrar solo, ayuda al rival caído a levantarse, le acompaña hasta su banquillo e incluso alza su mano en señal de respeto. Un gesto ancestral que viene de los antiguos isleños y que sigue definiendo el espíritu de este deporte vernáculo, donde el honor vale tanto como la victoria.
Lo segundo sorprende aún más: cuando un luchador ofrece una agarrada memorable, los espectadores se levantan de sus asientos y, a modo de reconocimiento, le lanzan monedas o billetes al terrero. Es una costumbre tan antigua como la propia lucha, un acto de gratitud hacia el espectáculo y el esfuerzo, que a veces también alcanza al perdedor, si su entrega ha sido digna de aplauso.
Orígenes
Tal y como explica el periodista Pedro Reyes en Canarias7, esta práctica tiene raíces profundas en la historia de la lucha canaria, una historia que mezcla tradición, adaptación y emoción. Tras la conquista de Canarias en el siglo XV, la lucha practicada por los aborígenes comenzó a transformarse. La nobleza y el clero desconfiaban de aquel enfrentamiento físico que recordaba tiempos paganos, así que los luchadores tuvieron que adaptar sus normas para sobrevivir. Se introdujeron camisas, se prohibió el uso de piedras de sílex y se estableció que la victoria llegaba al hacer caer al oponente, como en la lucha morisca.
En 1527, durante las celebraciones por el nacimiento de Felipe II en La Laguna, ya se documentaban competiciones donde el Cabildo premiaba a los vencedores con seda, el equivalente a una recompensa simbólica. Más tarde, en el siglo XVIII, el viajero George Glass describió en sus crónicas cómo los isleños formaban corros para competir, uno contra otro, hasta que solo quedaba un ganador, símbolo del orgullo local.
@quien.marca.gana La gente ni se imagina lo que se mueve en la lucha canaria.
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De la seda al dinero
No fue hasta 1853 cuando apareció la primera constancia escrita de la costumbre de premiar con dinero a los luchadores. El periódico El Eco de Comercio, de Tenerife, narró una luchada celebrada en Santa Cruz con motivo de la feria del mes. En aquel evento, el público —más de mil quinientos asistentes— vitoreaba a los luchadores y, además de los premios oficiales, les entregaba donativos espontáneos por su habilidad.
Aquellas luchadas eran organizadas por promotores privados, que cobraban entrada y ofrecían premios en metálico, una práctica que se mantuvo hasta la creación de la Federación de Lucha Canaria en 1943. Con el paso del tiempo, la costumbre se consolidó. Crónicas del siglo XX, como las publicadas en el periódico Falange, ya reflejaban la frase que se convirtió en tradición: “y el luchador pasó a recoger sus buenas pesetas de los aficionados”.
Grandes gestas y recompensas legendarias
Durante las décadas de los 40 y 50, esta costumbre alcanzó su apogeo. Los desafíos entre los grandes puntales —como el Faro de Maspalomas, Pepe Araña o el Pollo de Arucas— eran auténticos acontecimientos de masas. Algunos luchadores, tras una buena tarde en el terrero, podían reunir cantidades que superaban el millón de pesetas, una fortuna para la época.
Otros, con picardía, aprendieron a “animar la grada”: si el rival era inferior, alargaban la lucha y lo derribaban de manera espectacular, garantizando la ovación —y las monedas— del público. Como contaba el investigador Javier Sánchez Rodríguez, y recoge Pedro Reyes, había incluso quien daba la primera moneda para animar al resto de espectadores a participar, recuperándola después en casa, en un gesto casi familiar.
De la épica al recuerdo
La costumbre aun sigue viva en muchas islas, donde el respeto al luchador y la emoción del combate conservan su esencia. Hoy, quienes asisten a una luchada siguen encontrando en estos gestos la esencia del deporte canario por excelencia: nobleza, respeto y reconocimiento.
Porque en la lucha canaria no solo gana quien tumba al contrario, sino quien lo levanta, lo honra y logra que el público —con unas monedas o con aplausos— celebre algo mucho más grande que la victoria: la dignidad del esfuerzo compartido.
