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Gran Canaria

Una ciudad asomada al océano

En el Muelle Deportivo uno mira de lejos los edificios y el ruido del tráfico se va apagando a medida que nos adentramos hacia el final de los pantalanes

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El Muelle Deportivo de la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria el 16 de marzo de 2023

Una ciudad también es un viaje, gente que va pasando, que se enamora, que descubre el color del cielo, una melodía o una vieja casona con puertas desgastadas. Una ciudad es un hombre o una mujer que van pensando en sus cosas, visualizando sueños o caras casi olvidadas en medio del asfalto, un olor reconocible, y también la sensación de saberse en casa, de reconocernos en cada charco, en algunas calles y en la mirada de quienes ya no están nada más que en nuestro recuerdo.

En Las Palmas de Gran Canaria hay muchas zonas que se aíslan o que consiguen convertirse en pequeños remansos. Vivo ese viaje casi inmediato cuando me adentro por el Guiniguada y por El Confital, o cuando atravieso ese túnel, casi cuántico, que te lleva al Muelle Deportivo. Todo queda debajo, como si uno lograra escaparse por una gatera de la vorágine y de las prisas, de la confusión o de esa extraña sensación de que vamos no donde queremos, sino donde nos mandan. En el Muelle Deportivo uno mira de lejos los edificios y el ruido del tráfico se va apagando a medida que nos adentramos hacia el final de los pantalanes. Y en cada velero hay un sueño, un viaje recorrido, una esperanza. Me gusta cruzar la mirada con esos marineros que están a punto de zarpar y que quizá ya no regresen nunca más a ese muelle o, si regresan, ya llegarán más sabios y más curtidos por las mareas y las otras ciudades en las que encontrarán un noray al que amarrarse durante un tiempo.

Las velas suelen estar recogidas y muchos de esos veleros están escondidos en lonas de colores. No todos navegan. Algunos esperan mucho tiempo la llegada de una gaviera que los salve y los eche de nuevo a la mar; pero la mayoría lleva banderas que avisan de su procedencia o deja asomar, de vez en cuando, a quienes viven sabiendo que esta existencia jamás se queda quieta, como esos barcos que nunca dejan de moverse aunque nos parezca que no siguen jugando con la marea.

Me gusta bajar al Muelle Deportivo e imaginar las travesías de esos veleros de paso. Uno sabe dónde está siempre la salida cuando vive cerca del océano y se acerca a los muelles buscando horizontes que nos avisen de lo grande que es el mundo y de ese tránsito por las ciudades, los amores y las biografías que vamos recorriendo, a veces como náufragos desorientados, y otras como curtidos navegantes que saben que no hay tempestad que no termine amainando. 

Cuando amanece y atardece se acercan las gaviotas con sus vuelos rasantes espejeando entre los cristales de las cabinas de los veleros. En un lado está el tráfico y en el otro, lejano, una pared de contenedores que casi parece que improvisa otra isla en medio del agua. El Atlántico logra que la luz vaya dibujando una ciudad nueva cada día si uno aprende a buscarla. Y también traza siempre un nuevo horizonte, esa salida que para los isleños no es la puerta de ninguna jaula, sino el viaje siempre presente hacia otra parte, otro continente, otro sueño y, sobre todo, otra utopía que no deje nunca que nos durmamos en tierra. El Muelle Deportivo también nos recuerda a quienes un día llegaron antes que nosotros navegando ese mismo mar. Por eso nunca dejamos de ser agua. Ni siquiera cuando creemos que caminamos por las calles.  Somos así de efímeros y así de aventureros. Navegando siempre. Como las ciudades que se asoman a los océanos. 

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