Ale ha vuelto. Y aunque podría parecer un detalle menor, para mí y para el barrio ha sido como si de pronto regresara una pieza que faltaba en el engranaje. Estuvo ausente unas semanas, vacaciones nada más, pero cuando alguien como él no está su ausencia tiene algo de místico, y el barrio lo notó. Lo notó en ese silencio extraño a primera hora de la mañana, en el brillo diferente de las aceras, en la falta de ese saludo breve que da comienzo a tantas jornadas. Y esta semana lo he vuelto a ver, con su uniforme, su carro, su escoba y la misma sonrisa de siempre.
Puede que la emoción que me provoca esté amplificada por algo personal, yo también fui barrendero. Lo fui cuando era un pibe, en una etapa en la que todavía no sabía con certeza hacia dónde me llevaría la vida, pero ya intuía que todo trabajo es digno y que, a menudo, los más humildes son los más necesarios. Por eso, reencontrarme con Ale ha sido reencontrarme también con una parte de mí, con el chico que empujaba el carro de madrugada, que aprendió a conocer el barrio calle a calle, que descubrió que la ciudad despierta mucho antes de que la mayoría se dé cuenta.
La conversación con Ale fue breve, pero llena de significado. Me contó que había echado de menos los buenos días de los vecinos, las charlas con la señora del quinto, el saludo de los niños que van al colegio, el sonido de las ruedas del carro bajando la cuesta antes de que salga el sol. Decía que volver le devolvía una rutina, y yo pensaba, mientras le escuchaba, que esas rutinas invisibles son las que nos salvan de vivir en un caos. Que hay un ejército silencioso que empieza a trabajar mucho antes de que nosotros abramos los ojos, personas que limpian las calles, que recogen la basura, que preparan el café en la cafetería de la esquina, que riegan y cuidan los jardines, que reponen el pan recién hecho en la estantería del supermercado, que ponen a punto el autobús o el tranvía para que podamos llegar a tiempo.
Yo sé lo que es estar ahí. Recuerdo el frío de la mañana atravesando los guantes, el silencio de las calles interrumpido solo por el ruido del cepillo, la soledad que se rompe con un saludo amable. Recuerdo lo que se siente cuando alguien te mira a los ojos y te dice “gracias” y, también, cuando te esquivan como si no existieras. Aquella etapa me enseñó que ningún trabajo es pequeño si lo que hace es sostener la vida de los demás, y que hay profesiones que, aunque no tengan prestigio social, merecen todo nuestro respeto.
El trabajo de barrendero me enseñó a mirar, a fijarme en los detalles, en lo que otros no ven. A saber que el papel arrugado en el suelo, cuando desaparece, no lo hace por arte de magia. Que el banco del parque está limpio porque alguien lo limpió antes. Que la basura desaparece porque alguien la recogió. Y que esas tareas, repetidas cada día, son el hilo invisible que mantiene el tejido de la convivencia.
Pero no solo hablo de barrenderos. Pienso en el camarero que, sin apenas cruzar palabra, nos prepara el café como nos gusta cada mañana. En la jardinera que poda y riega para que el parque esté verde y vivo. En el conductor que frena suave para que no perdamos el equilibrio. En la limpiadora que deja impecable el colegio antes de que entren los niños. En el reponedor que coloca la fruta a las seis de la mañana. En la señora que cuida a nuestros mayores en residencias, con paciencia infinita y sin cámaras que registren su trabajo. En el mecánico que revisa el autobús para que el motor no falle. En el pescador que, antes del amanecer, ya está en el mar para que tengamos pescado fresco en la mesa.
Todos ellos forman parte de un engranaje perfecto que rara vez agradecemos. Vivimos en una sociedad que celebra lo que brilla, lo visible, lo espectacular, y olvida que hay cientos de trabajos que no reciben aplausos, pero que son imprescindibles para que el día funcione. No pensamos en quién dejó limpia la acera que pisamos, quién encendió la farola que nos alumbra, quién revisó la puerta automática que se abre sola cuando llegamos al supermercado. La ausencia de cualquiera de estas manos provoca que la maquinaria se detenga, pero su presencia se da por hecha.
La pandemia nos recordó por un instante la importancia de estas profesiones. Les llamamos esenciales y aplaudimos desde los balcones, pero pasado el susto volvimos a nuestra costumbre de mirar hacia otro lado. Sin embargo, si algo deberíamos haber aprendido de aquellos meses es que nuestra vida se sostiene en buena medida gracias a personas que trabajan en la sombra, personas que, como Ale, no necesitan un escenario para ser imprescindibles.
En mi etapa de barrendero aprendí también algo que sigo aplicando hoy, la cortesía y la amabilidad no cuestan nada y, sin embargo, pueden cambiarlo todo. Decir “buenos días” no retrasa a nadie, pero puede iluminar la jornada de quien lo recibe. Reconocer el trabajo de otro no nos quita mérito, pero sí nos humaniza. Mirar a los ojos a quien tenemos delante es un acto de respeto que, tristemente, hemos convertido en raro.
Por eso, cuando veo a Ale, siento que el barrio recupera un latido. No es solo un trabajador que retoma su puesto, es alguien que aporta orden, limpieza y humanidad a un espacio que compartimos todos. Y su vuelta es, para mí, la excusa perfecta para mirar más allá de lo evidente, para reconocer a la persona que me sirve el café como parte de mi día, al jardinero que cuida el parque como si fuera suyo, a la limpiadora que hace brillar el suelo que piso, al conductor que espera unos segundos para que alcance el transporte un anciano que camina despacio.
Ojalá aprendiéramos a detenernos un segundo y decir gracias, no porque sea un gesto heroico, sino precisamente porque es pequeño y, sin embargo, significa mucho. Porque quizá lo que de verdad necesitamos para vivir en una sociedad más amable no sean grandes discursos, sino pequeñas atenciones multiplicadas cada día.
Ale no tiene capa, pero su trabajo, como el de tantas otras personas, sostiene silenciosamente la vida de un barrio entero. Volver a verlo ha sido un recordatorio de que vengo de ahí, de que nunca hay que olvidar de dónde partimos, y de que hay héroes que no necesitan brillar para ser imprescindibles.
Por eso, a Ale y a todos los que cada día, sin ruido, hacen que nuestra vida sea un poco más ordenada y más bonita, gracias. Que este artículo, si acaso, viaje de mano en mano entre ustedes y que se reconozcan en él. Que sirva para que mañana alguien los mire, los salude y les diga lo que tantas veces se nos olvida, que su trabajo importa, que lo hacen bien y que su presencia nos hace mejores.
