Joder, joder, joder… Hay noticias que no se escriben. Se atragantan, se quedan en la boca, se estrellan contra el pecho como un golpe seco. El fallecimiento de Iñaki Domínguez Paniagua fue una de ellas.
Recibí la noticia como quien recibe un mazazo en mitad de un día cualquiera, de esos que van demasiado rápido como para permitirte sentir. Un amigo me escribió para confirmarlo. Yo, incrédulo, miré el móvil, repasé mentalmente la última vez que hablé con él. Fue por teléfono. Me llamó para felicitarme por un evento que habíamos organizado hacía poco. Me habló con esa mezcla de cercanía y profesionalidad que solo tienen las personas que se toman su trabajo, y a los demás, en serio. Me escuchó. Me animó. Me hizo sonreír. Fue un minuto largo y sincero. No lo sabía, pero era la última vez que íbamos a hablar.
Un café atrapado en el calendario
Desde entonces, me acompaña una sensación de deuda. Como si nos hubiésemos dejado algo por decir. Como si el café que estábamos a punto de tomarnos se hubiese quedado atrapado en el calendario. Como si la vida, caprichosa, injusta, frenética, se hubiese adelantado sin pedir permiso.
Hay personas que no hacen ruido, pero marcan. Gente que no necesita ocupar espacios porque ya llenan con su forma de estar. Iñaki era así. En un mundo saturado de egos, él era pausa. En una sala llena de urgencias, él era claridad. Había en su mirada una calma que desarmaba y en sus palabras una intención siempre humana.
El alma discreta de muchos eventos
No era solo el gerente del Recinto Ferial de Tenerife. Era el alma discreta de muchos eventos. Era quien ponía orden sin alzar la voz, quien tomaba decisiones sin necesidad de imponerse, quien se ganaba el respeto con hechos, no con discursos. Había trabajado durante más de dos décadas en ese edificio emblemático de Santa Cruz, velando por su funcionamiento con un compromiso absoluto. Pero más allá de lo institucional, lo que lo hacía extraordinario era su manera de estar en el mundo.
Había algo en él que generaba paz. Supongo que por eso fue tan querido. Lo descubrí la primera vez que lo conocí. Bastaron cinco minutos para notar que no era un hombre cualquiera. Su trato no entendía de jerarquías. No necesitaba demostrar nada, ni justificarlo todo. Escuchaba. Miraba. Sonreía con una honestidad que desarmaba.
Huella real, cariño auténtico
En las semanas posteriores a su fallecimiento, he escuchado a muchas personas hablar de él con un cariño que desborda lo profesional. Eso no se finge. Eso solo se consigue cuando uno ha dejado una huella real en la vida de los demás.
En varias ocasiones, compartimos cafés improvisados —a veces de verdad, a veces disfrazados de llamadas rápidas— que acababan convirtiéndose en conversaciones hondas. Me gustaba llamarlos “cafés clandestinos”, porque aparecían sin previo aviso, pero siempre me dejaban más tranquilo de lo que estaba antes.
Serenidad como forma de estar
Yo, tan pasional, tan impulsivo, encontraba en él una especie de equilibrio. No porque me diera consejos, sino porque me recordaba con su forma de hablar que se puede hacer mucho desde la serenidad. A veces, solo me decía: “Lo estás haciendo bien”. Y bastaba. Porque había verdad en su voz. Porque no tenía necesidad de halagarme.
En uno de esos cafés a distancia, hablamos de cómo estábamos construyendo, desde distintos lugares, algo importante para esta tierra. Yo desde mis ideas a veces locas, él desde una estructura sólida, fiable. Me sentía entendido. Valoraba mi trabajo, mis palabras, mis emociones. Y eso, viniendo de alguien como él, valía el doble.
¿Qué sentido tiene todo esto?
Últimamente me pregunto muchas veces qué sentido tiene todo esto. A qué venimos. Qué dejamos cuando nos vamos. Quizá es el paso del tiempo, quizá es que estoy aprendiendo a mirar de otra manera.
Vivimos acumulando listas, tareas, pequeños logros. Nos peleamos con personas que no valen la pena, nos enfrascamos en discusiones que no llevan a ningún sitio. Invertimos tiempo —el bien más valioso que tenemos— en cosas que, en realidad, no nos hacen mejores.
La verdadera importancia de lo vivido
Y entonces ocurre algo así. Alguien se va. Y de repente, todo cobra otra dimensión. Nos damos cuenta de que lo verdaderamente importante no es cuánto hemos hecho, sino cómo hemos hecho sentir. No es lo que conseguimos, sino a quién cuidamos. No es el nombre que dejamos en una placa, sino las emociones que dejamos en el corazón de los demás.
Por eso, cuando pienso en Iñaki, no pienso solo en lo que logró en el Recinto Ferial —que fue mucho—, sino en cómo lo logró. Con respeto. Con humildad. Con humanidad.
La fragilidad del tiempo
A veces uno se engaña pensando que siempre habrá tiempo. Que esa persona con la que hablamos la semana pasada seguirá ahí la próxima. Que ese café pendiente se tomará tarde o temprano. Que el cariño se da por hecho y no hace falta repetirlo.
Pero no. No siempre hay tiempo. La vida es frágil. No lo parece, porque la llenamos de ruido y de planes. Pero lo es.
Una ausencia que se nota
La muerte de Iñaki me lo recordó de forma brutal. Me recordó que hay que vivir más despacio. Que hay que abrazar más. Decir más veces “gracias”, “te admiro”, “te quiero”. Porque mañana puede ser tarde. Porque mañana no está garantizado.
Sé que muchas personas que trabajan en ese recinto sienten hoy un hueco que no saben nombrar. Sé que hay compañeros, proveedores, técnicos y cargos públicos que lo echan de menos. Porque, sin saberlo, todos habíamos construido algo alrededor de su presencia.
Iñaki, ejemplo silencioso
Iñaki fue de esas personas que hacen mejor a un equipo. Que no necesitan que los mires para que estén. Que suman. Que sostienen.
Y por eso su ausencia duele. Porque se fue alguien que construía sin levantar la voz.
Gracias por tanto
Hoy escribo estas palabras desde la emoción. Desde el agradecimiento. Desde ese lugar al que uno solo llega cuando se va alguien que de verdad importaba.
Agradezco haber coincidido con él. Agradezco cada charla, cada minuto compartido, cada gesto de apoyo. Agradezco su mirada limpia. Su calma. Su forma de estar. Y le agradezco, sobre todo, no haber sido un personaje. En un mundo lleno de máscaras, él fue él mismo. Y eso es cada vez más raro. Y cada vez más valioso.
Un café que quedó pendiente
Allá donde estés, Iñaki, quiero que sepas que me quedé con la sensación de que nos faltó un último encuentro. Que no llegamos a ese café que habíamos mencionado de pasada. Que me quedé con las ganas de contarte otras cosas, de escucharte de nuevo, de seguir aprendiendo contigo.
Pero también quiero que sepas que lo que me dejaste, en realidad, ya es suficiente. Me dejaste serenidad. Ejemplo. Y una de esas huellas que no se borran.
Gracias por acompañarme. Por empujarme sin presión. Por estar sin necesidad de aplausos.
Ya lo sabes, Iñaki. Me dejaste a deber un café clandestino.
