La semana pasada, en una cafetería del centro, tres compañeros de profesión acabamos haciendo lo que hacemos siempre: destripar campañas. Uno enseñó un spot reciente, de esos que parecen trailers de Hollywood: drones, paisajes de postal, actores impecables, música de piano entrando en el segundo quince para buscar la lágrima. Todo era perfecto, salvo un detalle menor: nadie recordaba qué narices se estaba anunciando. Nos miramos y, entre risas, uno resumió la sensación que todos teníamos: “mucho presupuesto, poca creatividad”.
Y es que ya cansa. Estamos empachados de emotividad, de campañas que se empeñan en exprimir la lágrima fácil como si fuera la única vía para emocionar. Siempre el mismo piano, siempre el mismo recurso, siempre la misma épica de lo cotidiano, como si no existiera otra manera de llegar a la gente. Y claro, llega un momento en el que uno no se emociona, se aburre. Porque la emoción fabricada en serie deja de emocionar y se convierte en ruido de fondo. La creatividad, en cambio, es lo que sorprende, lo que rompe la rutina, lo que te arranca una sonrisa cuando no la esperabas o te hace recordar una marca aunque no la busques.
En Canarias, además, hemos caído en la tentación de exprimir la fórmula canaria como si fuera el único camino: el paisaje, la identidad, el guiño local, la manera nuestra de hacer las cosas. Está bien, funciona, conecta, pero cuando todos tocamos la misma tecla acaba sonando a canción de verano: pegajosa al principio, cansina al tercer pase. La canariedad no puede ser el único recurso creativo, porque entonces dejamos de contar historias nuevas para repetirnos en un loop eterno de palmeras, sonrisas y tópicos. Y el problema no es que seamos de aquí —lo cual es un orgullo—, sino que confundimos identidad con recurso y acabamos reduciendo la creatividad a un cliché.
No siempre se trató de superproducciones. Quienes crecimos devorando festivales como Cannes Lions, los Clio o The One Show, sabemos que hubo un tiempo en el que la creatividad era el verdadero motor. En los noventa, las campañas de Quilmes en Argentina se convirtieron en parte de la cultura popular; eran anuncios que hablaban de amistad y fútbol con una ironía tan cercana que la gente repetía las frases en la calle. Eran piezas baratas si las comparas con la maquinaria actual, pero tenían lo que hoy escasea: chispa.
Ingenio
Lo mismo pasaba con tantas campañas pequeñas que con un recurso ingenioso lograban lo que hoy no consigue un presupuesto millonario: engagement real. Un copy brillante, un giro inesperado, un uso irónico de la cultura popular. Eso era creatividad. Eso es lo que hoy echamos de menos, esa sensación de estar viendo algo fresco, distinto, algo que te obliga a comentarlo al llegar a la oficina o a compartirlo en un grupo de WhatsApp porque sabes que a los demás también les va a arrancar una reacción.
Aquí, en cambio, parece que vamos con el freno de mano puesto. No sé si es que los clientes prefieren lo que suena seguro y ya visto, o si nosotros, como creativos, dejamos de arriesgar. El resultado es el mismo: campañas impecables en lo técnico, vacías en lo conceptual, donde el único recuerdo es la factura de producción.
Y mientras tanto, el engagement baja. Porque el público ya no quiere otra postal perfecta ni otra lágrima con piano de fondo: quiere algo que le sorprenda, que le hable distinto, que le saque de la rutina. Quizá haya que volver a lo básico: al humor inteligente, al ingenio cotidiano, a la ironía que desarma. No todo tiene que ser épico ni identitario para ser memorable.
La creatividad no es un adorno. Es lo único capaz de transformar un anuncio en conversación, un spot en recuerdo, una marca en cultura. Hasta que no volvamos a ponerla en el centro, seguiremos viendo campañas técnicamente brillantes pero conceptualmente grises. Y seguiremos repitiendo, como aquel día en la cafetería: “mucho presupuesto, poca creatividad”.