Mi abuelo dominaba varios oficios: ambidiestro, mañoso y capaz de levantar una casa desde los cimientos con sus propias manos. Mi abuela tenía una habilidad extraordinaria para los números y una intuición casi mágica para las oportunidades de inversión. Juntos criaron a ocho hijos, compraron dos casas, varios vehículos y aún les quedaba margen para ahorrar y viajar. No eran héroes mitológicos, sino ciudadanos de una época en la que el esfuerzo, la austeridad y la seguridad jurídica permitían planificar una vida sin miedo al mañana.
La sabiduría de los abuelos alumbra la autenticidad de la felicidad. Nos recuerda que los placeres más extraordinarios suelen esconderse en los actos más sencillos. Desde el afecto y la escucha, armados de paciencia y respeto, los guardianes de la historia familiar nos legan un tesoro incalculable: la experiencia, vivida y aprendida.
“Paso corto, vista larga y mala leche” repetía mi abuela. Constancia, enfoque y carácter.
“Nunca te fíes de un comunista”, sentenciaba después, resumiendo en una frase la desconfianza hacia el intervencionismo que promete prosperidad, pero termina amputando libertades, propiedad y futuro.
Cada vez más pobres
Aquellos valores que permitieron a nuestros abuelos prosperar hoy resultan casi anecdóticos en un país donde el costo de vida, la inestabilidad laboral y la ansiedad social alimentan la sensación generalizada de que “antes se vivía mejor”. Bienes y servicios esenciales como la vivienda, la educación y la sanidad han subido o empeorado drásticamente. Los precios se disparan sin tregua y los salarios siguen anclados. Quienes trabajan, producen y sostienen el sistema son cada vez más pobres; una realidad que evidencia problemas sistémicos y una gestión pública deplorable. Cuando la recompensa al esfuerzo se desvanece y la mediocridad se institucionaliza, resulta imposible construir un futuro próspero.
Por más que trabajen los españoles de bien, que producen y se parten el lomo cada día, la pobreza se acrecienta a ritmo vertiginoso. No hay sensación más surrealista, injusta y humillante que ser esquilmados por decreto por gobernantes incompetentes; adictos al comodín del impuesto que no invierten para innovar, adquirir activos o generar riqueza. En lugar de impulsar crecimiento, competitividad y sostenibilidad a largo plazo, dilapidan con soltura el dinero ajeno y se afanan en engordar su patrimonio personal.
La pobreza ya no es un accidente, sino una condena heredada. Hoy, los jóvenes sufren una precariedad laboral y vital endémica, ostentando el vergonzoso récord de la tasa de paro juvenil más alta de la Unión Europea. A una generación sobrecualificada —a la que se le exigió formación, idiomas y excelencia— le han arrebatado la posibilidad de emanciparse y, con ella, la opción de trazar un proyecto de vida. Les han robado el presente y el futuro, condenándolos a una frustración que hará estragos en su ya frágil salud mental.
Corrupción
El poder no siempre cambia a las personas, pero sí las desnuda. Resulta insoportable desayunar cada día con una nueva trama de corrupción, un nuevo desfalco, una nueva burla a quienes sostienen este país con trabajo, disciplina y dignidad. La impotencia se vuelve asfixiante al contemplar cómo quienes tienen la responsabilidad -y el maldito privilegio- de honrar a España han convertido la gestión pública en una feria de intereses, clientelismo y rapiña.
El daño no es solo económico: es moral, emocional y generacional. Han destruido la confianza, fracturado la esperanza y despojado a un pueblo entero de la ilusión en su propio porvenir.
Ese es su legado: un pueblo cansado, empobrecido y traicionado.
Y, sin embargo, seguimos en pie.
Paso corto, vista larga y mala leche: la herencia que no pudieron robar.
