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Agoney Melián, secretario de organización de la Confederación Española de Asociaciones de Jóvenes Empresarios (CEAJE). /Cedida

El infierno de otro planeta

La opinión de Agoney Melián

El otro día hice algo que ya casi nadie hace. Paré el coche en mitad de un camino, apagué el motor y me quedé mirando el atardecer. Sin prisas, sin distracciones, sin la necesidad de compartirlo con el mundo. Solo yo y la luz cayendo despacio sobre el horizonte.

Hacía mucho tiempo que no me daba permiso para hacer algo tan simple, tan humano. Y fue ahí, en ese momento de calma, donde se me ocurrió una idea que me destrozó por dentro: estamos construyendo un infierno con nuestras propias manos.

No sé en qué momento exacto dejamos de vivir para simplemente reaccionar. No sé cuándo fue que la inmediatez nos arrancó la profundidad, que la mentira se volvió más cómoda que la verdad, que el amor se convirtió en un juego de estrategia y no en un refugio. Pero sí sé que este mundo, este que habitamos ahora, no se parece en nada a lo que una vez conocimos.

Hay días en los que me siento extranjero en mi propio tiempo, como si hubiera aterrizado en otro planeta donde todo es más rápido, más inmediato, más plástico. Un planeta donde la apariencia vale más que la verdad, donde la fidelidad se ha convertido en un chiste y donde las relaciones humanas se sostienen con palillos, frágiles, tambaleantes, condenadas a romperse con el más mínimo soplo de viento.

Un planeta donde el pasado no existe. Yo pertenezco a una generación que aún recuerda lo que era vivir sin redes sociales, sin validación constante, sin el castigo diario de no estar a la altura de un estándar inalcanzable.

Crecí en tardes de charla interminable, filosofando sobre la vida en algún escalón o en alguna plaza del barrio. Aprendí más de mis amigos jugando al ajedrez que en cualquier aula. Nos pasábamos las horas imaginando grandes proyectos que probablemente nunca se llevarían a cabo, pero que nos enseñaron a pensar, a soñar, a construirnos una personalidad.

Era una época en la que las relaciones no estaban basadas en estrategias, en juegos de poder o en ver quién fingía mejor el desinterés. La lealtad significaba algo. La palabra tenía un peso. Y si alguien te miraba a los ojos y te decía “te quiero”, no estaba pensando en cuánto le duraría el sentimiento ni en qué momento se aburriría y pasaría a la siguiente opción del catálogo.

Hoy, en cambio, veo una juventud atrapada en su propia trampa. Han construido un sistema basado en la inmediatez, en el consumo rápido de emociones, en la cultura de la sustitución. Relaciones de usar y tirar, promesas sin valor, fidelidades intermitentes. No quieren incomodarse, no quieren enfrentarse al peso de la verdad, así que han decidido vivir en una mentira más llevadera.

Se engañan entre ellos, pero lo peor es que arrastran a quienes aún creemos en la verdad. La generación que quedó atrás. Mientras ellos corren hacia adelante, hay otra generación que se ha quedado atrapada en la frontera del tiempo.

El otro día, en uno de mis viajes, vi a una señora mayor en un mostrador de facturación. Le estaban pidiendo que accediera a un documento a través de internet para poder viajar. La mujer no entendía. Se le veía angustiada, perdida, con la mirada de alguien que se ha dado cuenta de que ya no pertenece a este mundo. Me dolió verla así.

Porque en otro tiempo, en otro planeta, la tecnología no era una barrera, sino una herramienta. Y ahora, en este universo de pantallas y burocracia digital, estamos dejando atrás a quienes no han nacido con un dispositivo en la mano. Les exigimos que se adapten a un ritmo inhumano, sin preguntarles si están listos para hacerlo.

La velocidad de los cambios nos ha robado algo esencial: el derecho a aprender de quienes llegaron antes que nosotros. Antes, el conocimiento se transmitía de generación en generación, se tejían puentes entre los jóvenes y los mayores. Ahora, esos puentes han sido dinamitados. Y en su lugar, hemos construido un mundo que expulsa a quienes no pueden seguirle el ritmo. El culto a la apariencia.

Y mientras unos son olvidados, otros son devorados por la imagen. Nunca antes había visto una presión estética tan brutal como la de ahora. Nunca antes había sentido tanta tristeza al ver cómo una generación entera ha decidido que su valor depende de lo bien que encajen en un molde que cambia cada semana.

Jóvenes que ya no se reconocen sin un filtro, que se sienten invisibles si no tienen la validación digital de los demás. Cirugías a los veinte, cuerpos irreales, caras idénticas, obsesión por la aprobación. La autoestima no se construye desde dentro, sino desde fuera, desde el reflejo en la pantalla y los comentarios de desconocidos.

Y yo me pregunto: ¿de verdad hemos llegado hasta aquí para convertirnos en maniquíes? ¿Qué va a pasar cuando se den cuenta de que la validación externa nunca llena el vacío interno? ¿Cómo salimos de este infierno? Se dice que el infierno no es un lugar, sino una decisión.

Tal vez el primer paso para salir de aquí sea reconocerlo. Aceptar que lo que estamos construyendo no es progreso, sino una maquinaria de destrucción emocional. Un mundo donde nos hemos convertido en esclavos de nuestra propia mentira, en prisioneros de un sistema que nosotros mismos alimentamos.

Porque el amor no es desechable. Porque la fidelidad no es ingenua. Porque la belleza real no está en un filtro, sino en la imperfección de quien se atreve a mostrarse como es. Porque no podemos seguir viviendo con miedo a quedarnos atrás, con la angustia de no encajar en un molde que cambia cada minuto. Porque hemos permitido que las relaciones se enfríen hasta convertirse en hielo, que las palabras pierdan su peso, que el compromiso suene a una carga y no a un regalo.

Porque nos hemos acostumbrado a que lo que hoy nos hace felices, mañana será sustituido sin dolor, sin duelo, sin consciencia. Tal vez haya salida. Tal vez aún podamos volver a mirar a los ojos sin miedo, a elegir la verdad, aunque duela, a sostener lo que merece ser sostenido. Tal vez aún podamos recuperar lo que hemos perdido.

Pero si seguimos por este camino, sin mirar atrás, sin mirar dentro, corremos el riesgo de descubrir demasiado tarde que lo que estamos construyendo no es otra cosa, que el infierno de otro planeta.