Dicen que, a veces, intentamos llenar los vacíos con cosas brillantes. Que cuando la vida se tambalea, buscamos consuelo en etiquetas y escaparates, en esas compras que prometen darnos control cuando todo lo demás parece fuera de lugar. Y sí, lo admito: también he caído en ese juego. Pero lo he hecho con algo de estilo y un toque de ironía, porque, al menos, no me tomo demasiado en serio.
Hace unos años, en plena pandemia, me encontré comprando ropa de marca. Tal vez era una forma de lidiar con la incertidumbre global, o quizás un intento torpe de sentirme bien en medio del caos. Algunos dirán que fue para cubrir inseguridades, y puede que tengan algo de razón. Pero, como suelo decir, al menos lo compenso con mis sesiones de psicólogo, donde aprendo a sacar no solo cosas del interior de las bolsas, sino también emociones.
Durante años, y entiendo que, por el hecho de nunca haberlo disfrutado, pensaba que tenerlo todo se cuantificaba en cosas que los demás pudiesen admirar; qué equivocado estaba entonces. La vida, maestra infinita, me ha dicho, de muy diversas maneras, que la riqueza se esconde en un cofre recubierto de filigrana, ese arte fantástico de cultura lisboeta. Que los tesoros son personas y momentos que coleccionar, y yo, que me tomo en serio aquello de vivir en paz, quiero compartir contigo un instante de mi último viaje.
Saudade y dramatismo
Lisboa amanecía con su cielo gris, siempre a punto de llorar. La ciudad parecía un espejo de mis pensamientos, un escenario donde la saudade y el dramatismo se entrelazaban como viejos amigos. Allí, sentado en la Praça do Comércio, frente al inmenso río Tajo, sostenía un café entre las manos mientras la brisa fría se colaba por las grietas de mis recuerdos.
Desde lo alto de la Rúa Augusta, el amanecer pintaba los edificios de un amarillo suave, como si la ciudad misma tratara de consolarme. Había algo en esa escena que me desarmó. Quizá era el sonido de las campanas en la distancia o el peso de las palabras que no había dicho, pero entendí que estaba viviendo un lujo que no se podía comprar.
El precio del tiempo
Hace un año, mi padre falleció. Era un hombre que, como muchos, había postergado su vida. Siempre decía que viajaría cuando tuviera tiempo, que disfrutaría cuando todo estuviera en orden. Pero el destino, con su ironía cruel, le quitó ese “después”. Una semana antes de jubilarse, un diagnóstico le arrebató no solo la salud, sino también todos los planes que había guardado para un futuro que nunca llegó.
Nunca tuvimos una relación cercana, pero su ausencia me dejó una lección que aún intento descifrar: el tiempo no es un lujo que puedas permitirte malgastar. Es la moneda más cara que posees, y cada “después” que te prometes es un billete que quizás nunca puedas cobrar.
Mientras el río fluía ante mis ojos, recordé todas las cosas que dejamos para otro día. Los abrazos que no damos, las verdades que callamos, las promesas que dejamos en suspenso. Aprendí que el lujo más grande no es tener tiempo, sino usarlo para lo que realmente importa.
La fragilidad de la lealtad
Hay una riqueza que no tiene precio, pero que puede costarte todo: la lealtad. Es un hilo invisible que conecta palabras, actos y miradas. Es la promesa de que lo que ves es real, de que lo que escuchas es cierto. Pero también es frágil, y cuando se rompe, el vacío que deja no se llena con nada.
En algún momento, sentí esa ruptura. La lealtad que creí inquebrantable se desmoronó, y el golpe fue más profundo de lo que imaginaba. La traición no solo quiebra la confianza; también te obliga a mirar tus propias sombras, esas que intentas ignorar.
Sin embargo, aprendí algo importante: la lealtad no es perfecta, pero debe ser verdadera. Es un lujo que no se puede pedir ni exigir; se entrega. Y cuando la tienes, es como un faro que ilumina incluso los días más oscuros. Pero cuando falta, el mundo entero parece tambalearse.
Sentirse querido: el mayor lujo
El mayor lujo que alguien puede experimentar no se encuentra en escaparates ni en etiquetas, como ya les he ido desvelando. Es sentirte querido, cuidado y valorado. Es saber que hay alguien que te ve tal como eres y que, a pesar de todo, te elige.
Recuerdo las veces en que me sentí completamente visto. Esos momentos en los que no tenía que demostrar nada, en los que ser yo mismo era suficiente. Esos son los recuerdos que guardo como joyas, porque son los que realmente me han hecho sentir rico.
Pero también recuerdo las ausencias. Las palabras que nunca llegaron, las miradas que evitaron verdades, las promesas que no se cumplieron. Y entendí que el lujo de sentirse querido no es algo que puedas comprar. Es un regalo que, cuando lo tienes, llena cada rincón de tu ser. Pero cuando falta, deja un vacío que pesa más que cualquier cosa material.
Aprender a vivir el lujo
Este viaje, físico y emocional, me ha dejado aprendizajes que quiero compartir:
- El tiempo no espera. Vive ahora, mientras puedes. No dejes que los “después” se conviertan en lo que nunca hiciste.
- La lealtad lo cambia todo. Rodéate de personas que cumplan sus palabras, que sean un refugio y no una tormenta.
- Valora lo invisible. El amor, la honestidad, la paz interior… son los tesoros más grandes que puedes tener.
- Sé fiel a ti mismo. No busques fuera lo que solo puedes encontrar dentro. La autenticidad es el mayor regalo que puedes darte.
El verdadero lujo
El amanecer en Lisboa, con ese llanto silencioso, me recordó algo que siempre había estado ahí, pero que nunca había visto con claridad: el lujo más grande no está en lo que posees materialmente, sino en la fortuna de lo vivido que te enseña y te curte. En aquellas cosas y personas que te sostienen.
Es la lealtad que no se traiciona, la transparencia de una mirada que no esquiva, la certeza de que lo que tienes es real. Es saber que no hay verdades a medias, que las promesas no son humo y que las palabras que te dicen no esconden mentiras.
Es curioso cómo la vida, con su manera cruel de enseñarnos, nos despoja de todo lo superficial para mostrarnos lo esencial. El lujo es la paz de saber que, aunque todo a tu alrededor se tambalee, hay algo verdadero que permanece. Es el dolor de perder algo que nunca creíste que podrías perder. Porque el verdadero lujo no se compra. Pero cuando lo pierdes, lo darías todo por recuperarlo.
Y allí, con mi café en la mano y dispuesto a levantarte para visitar Belem pensé, que todo el mundo lo sepa… me gusta el lujo.
