Dicen que el oro no se encuentra a la intemperie, brillando a simple vista; que para hallarlo hay que bajar a la mina, atravesar la oscuridad, sentir el peso del aire denso y enfrentarse al silencio que incomoda. Creo que eso me ha pasado en los últimos años. He caminado por túneles equivocados, creyendo que al final encontraría luz, pero la luz no estaba allí. He participado en círculos donde el poder era la moneda de cambio, donde las sonrisas eran educadas pero huecas, y donde la distancia emocional se disfraza de cortesía. Lugares que, como dijo Benedetti, agradezco, porque me hicieron sentir incómodo y, por tanto, me señalaron con claridad que no era allí donde debía estar.
En ese tránsito, algo se quebró. Quizá mi ingenuidad, quizá mi manera de entender la vida, tan aferrada a la lealtad y a los gestos pequeños. Me encontré confundiendo la cercanía con el interés, la amistad con la conveniencia, el aplauso con el afecto verdadero. No supe, o no quise, ver que hay vínculos que son pura escenografía: se arman para la foto y se desmontan tras el acto. Me costó aceptarlo, porque siempre he creído que el ser humano está hecho para abrazar de verdad, para acompañar sin cálculo, para mirar a los ojos y quedarse incluso cuando ya no queda nada que ganar.
Tuve que sentarme frente a mi psicólogo, Romén, para ponerle palabras a ese desencanto. Le conté que sentía que había mezclado demasiadas emociones en espacios que no sabían qué hacer con ellas. Que mi brújula apuntaba siempre hacia la lealtad, pero que en ciertos entornos esa palabra pesa demasiado o, peor aún, no significa nada. Y fue en esa conversación donde empecé a entender que el problema no era sentir así, sino buscar ese oro en vetas equivocadas.
El tiempo, sin embargo, tiene una manera curiosa de devolvernos la claridad. En los últimos meses he recibido gestos que me han reconciliado con lo esencial. Mensajes inesperados, abrazos largos, miradas cómplices. Amistades hermosas que, casualmente, no forman parte de ningún círculo de poder, sino de esa otra esfera invisible que sostiene la vida: la de las personas que están porque quieren, no porque les conviene. La familia no elegida, la que se gana con el tiempo y se cuida como un jardín.
Este mes, en mi cumpleaños, me descubro agradecido por ellos. Porque me han demostrado que lo que busco existe: relaciones duraderas, leales, luminosas. Vínculos que tienen más que ver con el ser que con el tener, más que ver con la luz que con la sombra. Ellos me han recordado que la verdadera riqueza está en las manos que te sujetan cuando caes, en las palabras que te empujan a levantarte, en la risa que llega sin previo aviso y sin motivo aparente.
Hoy soplo las velas con la certeza de que, aunque haya atravesado túneles donde el aire era denso y el silencio mordía, he encontrado la veta buena. Y en ella, más que oro, he encontrado manos limpias de ambición sucia, miradas sin máscara, abrazos que no se retiran cuando se apagan las luces. Hoy sé que el poder más grande no está en los círculos cerrados ni en los títulos brillantes, sino en las personas capaces de dejarlo todo por ti sin pedirte nada.
Si la vida es una mina, yo ya he dejado de perseguir pepitas en el barro equivocado. Ahora excavo donde sé que hay luz, donde sé que el brillo no engaña. Y en ese hueco que he abierto con mis propias manos, entre la piedra y el silencio, he encontrado el mayor tesoro que un hombre puede tener: la certeza de que no estoy solo, de que mi gente está aquí, y de que, mientras ellos estén, no habrá oscuridad capaz de apagarme.
