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Varias patrullas de la Policía Local en la calle Bravo Murillo, donde finalizó la persecución con la detención de los dos ocupantes del vehículo.

Persecuciones en Las Palmas de GC

Confío en que no se convierta en una moda esa carrera de serie policíaca por nuestras calles.

Era cosa de películas y de series norteamericanas. Coches a toda velocidad saltándose los semáforos y vehículos policiales con las sirenas encendidas. Sucedía en Chicago o en Nueva York, y luego nosotros, con los coches que les pedíamos a los Reyes, o con cuatro latas o maderas que encontrábamos por la calle, lo recreábamos en las calles isleñas. Todo aquello quedaba lejos, era como cuando jugábamos a ser astronautas para descubrir otros planetas, o nos veíamos entre tigres con Sandokán o subidos en alfombras mágicas como Aladinos de pueblo, y es verdad que, de vez en cuando, echamos de menos esas alfombras para cambiarnos de sitio y ponernos a salvo de tanta estulticia y tanto politiqueo cada día más abyecto.

Pero con lo que no contaba uno es con esas escenas de películas en las calles de Las Palmas de Gran Canaria. La verdad es que con tanta basura acumulada como hemos tenido en los últimos meses sí se conciben aquellas imágenes con contenedores rodando por los suelos y las bolsas de basuras sembradas por las calles. Hace unas semanas presentaba un libro en Mesa y López y, de repente, apareció un coche blanco a toda velocidad que se perdió por Presidente Alvear perseguido por varios coches de policía. Casi no nos dio tiempo a darnos cuenta de lo que sucedía. Pero a las pocas horas apareció por todas partes la noticia de esa persecución que terminó con varios coches destrozados y acabó en la zona de Bravo Murillo. 

Un par de sábados más tarde se volvió a repetir el suceso, y cada dos por tres, leemos en los periódicos lo mismo que vi en aquel momento con la sensación de que Starsky y Hutch o Granujas a todo ritmo acontecían en nuestras calles. Y es cierto que esta isla sale cada vez en más películas y que en la mayoría de ellas nos recrean como si estuviéramos en otra parte; pero esto no era cosa de ficción sino de un cambio de forma de vida que no tiene vuelta atrás, sobre todo cuando los niños se conectan a las pantallas desde que salen de la cama, y confunden la vida con la virtualidad inexistente, hasta el punto de que casi se ven como si ellos también fueran imágenes recreadas. 

Confío en que no se convierta en una moda esa carrera de serie policíaca por nuestras calles. Lo que queda, cuando es real, es una sensación de indefensión y de miedo, porque aquel coche que se saltaba los semáforos podía haber atropellado a un niño o haberse estrellado contra un conductor que circulara tranquilamente por su carril. Eso es lo que se pierde cuando todo se mira como si se viera dentro de la pantalla: allí no hay sangre real, ni miedo real, ni esa sensación de que el ser humano se está volviendo una máquina que olvida la empatía y su propia esencia mortal y vulnerable. Se vive en un videojuego permanente, y se olvida que la vida no es sumar puntos para ganar partidas cada vez más complicadas. Sí que es una partida cada vez más complicada la existencia; pero siempre mirándola hacia dentro y hacia fuera, tocándola, sintiéndola, y no acelerando hasta poder matar a otros humanos que no están dentro de ese juego peligroso y macabro.