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Una persona compra zapatos / CANVA

Tu cuenta bancaria también tiene heridas

Recuerdo perfectamente la primera vez que cobré una cantidad considerable de dinero. Era un hito para mí, el resultado de esfuerzo, de constancia, de noches largas y madrugones. Un momento que, durante años, había idealizado como símbolo de superación.

Sin embargo, cuando el dinero llegó a mi cuenta, no sentí euforia ni alivio. Solo una inquietud extraña. Un silencio que me descolocó. No supe celebrarlo. Y no fue por falta de gratitud. Fue porque entendí, sin saber explicarlo aún, que el dinero no siempre aterriza en cuentas emocionales limpias. A veces llega para desordenar. Para remover. Para revelar lo que todavía no está en paz.

El dinero como reparación emocional

Quienes crecimos entre carencias aprendimos a ver el dinero como algo más que una herramienta. Nos enseñaron que era la puerta de salida. La solución. La llave que, con suerte, nos alejaría del miedo, de la vergüenza o del dolor de no tener.

Pero lo que nadie explicó es que, cuando el dinero llega después del hambre, del “no puedo”, del “eso no es para ti”, no se convierte automáticamente en paz.

He comprado ropa de marca sin necesitarla, he conducido coches que en realidad no eran para mí. Y no por capricho, sino por un intento inconsciente de reparar algo más profundo: la imagen rota del niño que fui.

En aquellos gestos no había arrogancia, sino deseo de dignidad. De que nadie más pudiera señalarme, como tantas veces hicieron. De no volver a sentirme menos por no poder. Porque cuando el valor personal ha estado asociado a la falta, la abundancia se convierte en escudo.

Las Nike que nunca tuve

Durante mi infancia, mi familia atravesaba serios problemas económicos. No estoy hablando de “irse de vacaciones o no”. Hablo de no tener para llenar la nevera. De días de mucha incertidumbre. Y en medio de todo aquello, había un detalle que, aunque pequeño, me dolía profundamente: las zapatillas.

En el colegio, todos mis compañeros llevaban las Nike del momento. Las que se veían en los anuncios, en la tele, en los escaparates. Yo, no. Y ellos lo sabían. Me lo recordaban. Se burlaban. Me hacían sentir que, sin esas zapatillas, valía menos.

Me hicieron bullying por no tener.

Y por mucho que uno quiera hacerse fuerte, esa vergüenza se queda dentro. Te acompaña, aunque crezcas. Aunque superes. Aunque brilles.

Con los años, cuando por fin pude permitírmelo, me compré las mejores. No por vanidad. Sino porque, en el fondo, seguía intentando salvar a ese niño que bajaba la mirada mientras los demás se reían.

El juicio que nadie cuenta

Existe un tipo de clasismo silencioso que se activa en cuanto alguien de barrio empieza a tener dinero. Un juicio que no recae sobre quienes han tenido siempre, sino sobre quienes han luchado para conseguirlo y, en el proceso, deciden mostrarlo.

La sociedad tolera que los ricos de cuna gasten sin discreción, incluso los admira. Pero si eres de abajo y exhibes lo que lograste, se te etiqueta de inmediato como “nuevo rico”, en tono despectivo.

Ese término no es una descripción. Es un juicio de valor.

Y en muchos casos, es una forma de castigar al que salió del lugar donde lo querían ver siempre. Al que, por fin, tiene algo… y lo celebra.

Qué injusto es pedirle a alguien que siempre tuvo poco que ahora también tenga que ser discreto. Que se le reproche visibilidad cuando, durante años, fue invisible.

Lo material como expresión simbólica

Es verdad que lo material no llena. Lo he comprobado. Pero también es verdad que, durante una etapa, lo material puede explicar. Puede contextualizar. Puede darle forma a una historia que no siempre se supo contar con palabras.

Hay objetos que no son lujo, sino memoria.

Detrás de una chaqueta cara puede haber un adolescente que, durante años, heredó ropa.

Detrás de un reloj brillante puede esconderse la necesidad de sentirse valioso, visible, reconocido.

Detrás de una cena lujosa puede existir la emoción de invitar, por fin, a alguien a elegir sin mirar el precio.

El problema no está en el objeto. Está en lo que la sociedad proyecta sobre quien lo lleva.

El sistema que glorifica tener, pero no enseña a esta

El sistema nos enseña a desear. A aspirar. A consumir. Nos empuja a creer que tener equivale a ser. Que cuanto más tengamos, más habremos sanado.

Pero lo cierto es que nadie nos enseña a estar en paz con lo que ya tenemos. A sostener el éxito sin miedo. A vivir sin tener que demostrar.

Por eso, cuando el dinero llega, muchas veces se convierte en grito. En disfraz. En una herramienta mal entendida que más que sostener, confunde.

Porque si la autoestima no está construida desde adentro, el dinero solo amplifica el ruido.

La herida detrás del saldo

Durante algunos años, he tenido momentos de abundancia. Épocas en las que podía permitirme cosas que antes solo soñaba. Pero lejos de sentirme en plenitud, a veces me sentía culpable. O confundido.

¿De verdad merecía esto?

¿Estaba traicionando a aquel niño humilde si ahora podía gastar sin pensarlo?

¿Y por qué, si tenía todo lo que creía necesitar, seguía sintiéndome en deuda?

Entonces comprendí que mi cuenta bancaria también tenía heridas. Que cada ingreso tocaba una parte de mi historia. Que el dinero no venía solo. Venía con todo lo que había querido evitar sentir.

La conversación que aún nos debemos

Hablar de dinero sigue siendo tabú. Lo es en los hogares, en las empresas, en los medios.

Hablar de la relación emocional con el dinero es aún más complejo. Porque implica revisar nuestra historia. Nuestra vergüenza. Nuestra ambición. Nuestros límites.

Pero es urgente que lo hagamos. Porque callarlo nos impide sanar.

El dinero no debería ser un grito. Ni una carga. Ni una herida abierta.

Debería ser lo que realmente es: una herramienta. Un medio. Nunca un fin.

Y mucho menos, una medida de valor humano.

Para terminar…

El dinero no siempre compra paz.

A veces compra silencio.

A veces compra respeto.

A veces intenta comprar lo que nadie nos dio cuando más lo necesitábamos.

No todas las cuentas con saldo positivo están en paz.

No todos los lujos esconden vanidad.

Y no todas las carencias desaparecen cuando llega la abundancia.

Hay cuentas bancarias que son espejos.

Reflejan lo que fuimos, lo que nos dolió, lo que aún no hemos podido nombrar.

Pero también pueden ser páginas en blanco.

Porque un día, si tienes el coraje de mirar hacia dentro y soltar la necesidad de demostrar, el dinero deja de doler.

Y cuando eso ocurre… ya no hay que esconderse, ni justificarse.

Solo vivir.

Con dignidad.

Con libertad.

Y con la certeza de que vales —con o sin— lo que hay en tu cuenta.