Rolando Kattan

Leo estos días la antología que me regaló, Donde volver deseo, y no hago más que ir y venir por los poemas como un náufrago perdido en el océano que confía ciegamente en las orillas que aparecerán en el horizonte

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Rolando Kattan durante una de sus lecturas en el Festival Hispanoamericano de Escritores/ Natalia Morales / Awara Producciones
Rolando Kattan durante una de sus lecturas en el Festival Hispanoamericano de Escritores/ Natalia Morales / Awara Producciones

Hay pocas cosas tan grandiosas como el descubrimiento de un poeta. Recuerdo el día que leí por vez primera Los heraldos negros de César Vallejo, cuando apareció Antonio Machado, la sapiencia de Juan Ramón Jiménez o la luz intensa e interminable de Szymborska o de Herbert. Jamás se puede olvidar el primer día que uno lee el IF de Kipling o el Ítaca de Kavafis, ni tampoco la primera vez que aparecen Teresa de Ávila o San Juan de la Cruz. Jorge Manrique marcó el camino, cerca de aquel Garcilaso que nos deslumbró en el instituto, y ya más cerca, siempre regreso a Alonso Quesada o a Luis Feria para no perder el rumbo de las palabras o de la propia existencia.

Esta última semana en La Palma descubrí a muchos escritores centroamericanos que no conocía, pero hubo alguien que desde que salió a leer por vez primera en la Plaza de España de Los Llanos de Aridane me impactó como hacía tiempo que no me sorprendía nadie con una voz nueva, intensa y diferente. Volaba alto en cada uno de sus versos, y uno se decía que era casi imposible que ese vuelo pudiera mantenerse siempre altivo y emocionante hasta el final de cada poema; pero no sólo se mantenía sino que se elevaba cada vez más sin estridencias y sin fuegos de artificio, se alzaba desde el alma, desde los adentros de sí mismo, con una musicalidad y una intensidad poética que hizo que, según acabara el primero de los recitales del Festival Hispanoamericano de Escritores, me acercara a él como hacía tiempo que no me acercaba a ningún poeta. Se llama Rolando Kattan y es hondureño. Aquella noche hablamos un rato de literatura y de lo que acababa de acontecer, pero ya al día siguiente fui conociendo un poco más al hombre que escribe versos y detiene el tiempo. Nos encontramos bajo los laureles centenarios de la Plaza de España. Yo leía Autofagia de Celia Lorenzo y él se sentó y pidió un café. Y salió el fútbol, el partido entre España y Honduras del Mundial 82 y aquel gol de Zelaya que nos dejó helados en el primer encuentro a los niños que soñábamos con ver a España campeona del mundo. Todos pensábamos que le ganaríamos al equipo centroamericano por una goleada. Sólo conocíamos a Gilberto Yearwood, pero los hondureños nos empataron con ese gol que se sumaba a otras pequeñas catástrofes futboleras de la selección de aquellos años. Rolando, sobre la marcha, me recordó el nombre completo del jugador que marcó el gol: Pecho de Águila Zelaya, y me dijo orgulloso que era de Trinidad, Santa Bárbara, la ciudad de su abuela. Ya entonces empezó el recorrido ancestral, sus orígenes palestinos y judíos, el pequeño Macondo o la gran Comala en donde había crecido y toda clase de anécdotas que fueron presentando al poeta antes de que fuera poeta, antes de que nos impactara como me sigue impactando la lectura de sus versos desde hace más de una semana. 

Leo estos días la antología que me regaló, publicada en Honduras, Donde volver deseo, y no hago más que ir y venir por los poemas como un náufrago perdido en el océano que confía ciegamente en las orillas que aparecerán en el horizonte. Sus poemas son islas en las que uno viviría para siempre, regresos a lugares que no conocimos o no recordamos, pero que nos resultan cercanos desde el primero de los versos. Quiero compartir con ustedes su descubrimiento. Ya es un poeta más que reconocido en el ámbito hispanoamericano, ganador de importantes premios, traducido a quince idiomas e invitado a leer su obra en más de cincuenta festivales de los cinco continentes. Son las cosas de estos tiempos, que creemos que lo sabemos todo y sabemos menos que hace veinte años de lo que realmente es importante. Yo no conocía de nada a Rolando, y desde hace una semana se suma a los anaqueles de mis poetas imprescindibles, de los que uno necesita leer para seguir creyendo en la fuerza arrolladora y renovadora de los versos.
 

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