A lo largo de estos días el fútbol ha pasado a un obvio segundo plano principalmente por respeto a las miles de víctimas y contagiados. En la soledad e integridad de los hogares los aficionados por el balón, en los que me incluyo, intentamos desconectar del bombardeo mediático firmado por el coronavirus. Y esto es necesario a la vez que inquietante.
Esta pandemia no es ninguna broma y debemos de ser consciente, pero el fútbol es esa salida optimista y capaz de reverdecer las horas del día. Pero el balón también nos necesita porque no puede haber juego sin los aficionados y sin su lenguaje de graderío que corea, canta, llora y se expresa dependiendo de la inclinación del juego.
Y es que no hay nada más vacío que un estadio de fútbol, nada más vacío que el Heliodoro Rodríguez López vacío en un partido del CD Tenerife. Un encuentro que, a día de hoy, jugamos todos desde nuestras casas.
Sin tambores, ni puros, ni vocabulario, ni identidad, ni frescura, ni viveza... El templo blanquiazul sin sus creyentes en el interior desmorona cualquier fe. No hay nada más vació que una butaca vacía y más si son las nuestras, las de casa, las de toda la vida... Si somos responsables y consecuentes, volveremos más pronto y más fuertes.