Mirlos, nieves y palabras

El canto mañanero del mirlo te devuelve una y otra vez a la infancia

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Detalle de la Plaza del Pilar Nuevo.
Detalle de la Plaza del Pilar Nuevo.

Los mirlos cantan antes de que amanezca. Hace frío y hay nieve en las cumbres. La nieve era casi siempre un espejismo lejano cada vez que aparecía el Teide nevado desde las costas del norte de Gran Canaria. Uno soñaba con tocar la nieve todo el rato. Se improvisaban viajes a Tenerife para subir a Las Cañadas y deslizarnos luego con plásticos por montículos nevados de los que salías todo mojado y también malherido por golpes y raspones que no veías hasta que te alejabas del frío. Recuerdo un viaje de varias familias de Guía a Tenerife solo para ver la nieve, aunque nuestros padres también aprovechaban para una escapada carnavalera cuando las carnestolendas sólo se celebraban en Cádiz y en Tenerife con la martingala eufemística de las fiestas de invierno.

El canto mañanero del mirlo te devuelve una y otra vez a la infancia. Luego, cuando nosotros salimos a las calles de Las Palmas de Gran Canaria, los mirlos se esconden. Sólo se quedan cantando hasta más tarde los domingos y los días de fiesta, como si un extraño atavismo les hiciera conocer nuestros hábitos semanales y hasta las celebraciones de los santos y de las fiestas nacionales, autonómicas o locales. Hace tres años, ahora que parece que no vivimos nada de todo aquello,  o que todo fue un mal sueño, una novela apocalíptica o un invento multimedia, los mirlos sí cantaban todo el día, y a lo mejor siguen cantando, pero entonces los escuchábamos desde aquel silencio del encierro, sin coches, sin martillos neumáticos y sin móviles sonando por todas partes. También, cuando salías a la calle, las pocas veces que podíamos salir, los veías posados en los bancos y los parterres como si sólo se estuvieran ellos en el mundo y los extraños fuéramos nosotros; pero volvimos, y poco a poco empezamos a repetir todo aquello que jurábamos que íbamos a cambiar cuando teníamos horas y horas para pensar en la estupidez de muchas de nuestras costumbres y de nuestras ambiciones cotidianas. Ahora sólo hay que leer un periódico o ver algún telediario para darnos cuenta de que no aprendimos nada y de que la vida sigue siendo para casi todo el mundo esa demora que se espera conocer cuando nos jubilemos o, esporádicamente, en las vacaciones de supuestos destinos paradisíacos.

De vez cuando, si no vamos tan metidos en nuestros mundos que ni vemos las nubes que siguen dibujando formas prodigiosas en el cielo, sí nos podemos sorprender con algún mirlo que baja del árbol y picotea una miga de pan o una de esas bolas de los Laureles de Indias que se pegan pertinaces a las suelas de  nuestros zapatos. Y también, si no andamos del todo despistados y observamos el movimiento de esos zapatos y los lugares por donde pisan, podremos no pasar de largo por algunas de las frases de Galdós que están por la zona de Vegueta y Triana. Casi nadie se para a leerlas, y yo diría que casi nadie las ve cuando las va pisando en sus tránsitos acelerados. Galdós paseó esas calles muchas veces antes de los dieciocho años, cruzó puentes que hoy sólo son fotos sepias y lejanas y escuchó el rumor del mar desde Triana. Su vida y la nuestra, y la vida del que llegue mañana, no dejará de parecerse en la misma incógnita del destino que nos aguarda. A no ser que el Pentágono nos diga algún día de dónde venimos y a dónde vamos, en sopladeras interestelares o con radares que atraviesan los tiempos, el ser humano caminará igual de desorientado por las calles. Nos quedan algunas palabras para no extraviarnos. Yo, siempre que puedo, camino lento cerca de la fuente del Pilar Nuevo, a la altura de la calle Los Balcones, para leer la frase de Galdós que está en el suelo: “Todo es navegar; todo es una continuada lucha.  (…) arte y valor para no ahogarse.” Al fondo se ve el mar, pero el ruido de los coches por la Avenida Marítima hace que apartes la mirada o que te fijes sólo en el horizonte donde nunca se ve ese trasiego auntomovilístico, humano e incesante que suena más alto que las olas. Ojalá algún día logremos que todo ese tráfico vaya por debajo de las aguas y dejemos el azul como único final de nuestras miradas. Leo esa frase y sí escucho el agua de la fuente del Pilar Nuevo. El agua, como bien sabían los nazaríes, calma el espíritu y alienta siempre a la esperanza, a ese arte necesario para seguir caminando por este mundo cada vez más atrabiliario e insensato. También de vez en cuando veo que se acerca un mirlo o alguno de esos pajarillos anónimos que sobreviven en nuestras plazas y nuestras calles. El arte y el valor lo tienen ellos cuando cantan, aunque nosotros no nos demos cuenta.