La piscina de los Budas

El verano llega con calores extremos, y también cambia, por lo menos en la duración y en la repetición de esas canículas que en Canarias duraban antes dos o tres días y luego se olvidaban

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La piscina de los Budas | El océano nos permite no pensar en nada, borrar todo, y regresar como curados para comenzar de nuevo. / CEDIDA
La piscina de los Budas | El océano nos permite no pensar en nada, borrar todo, y regresar como curados para comenzar de nuevo. / CEDIDA

Uno pasa junto a ellos, pero ellos no se dan cuenta. Bajan de un avión, llegan a un hotel, eligen las hamacas de una piscina y buscan la máquina antes que el horizonte del océano, la máquina antes que su propia conciencia, se conectan y se desconectan de todo lo que está pasando fuera de las pantallas. Padre, madre y dos hijas, una adolescente y la otra de unos ocho o nueve años. No se hablan, no se miran, casi no se acercan al agua. Sólo se levantan de vez en cuando y vienen con vasos de bebidas de colores que se toman como se podrían tomar el agua de la piscina. Alrededor hay unos Budas decorando los jardines. Están tan callados como ellos, pero son estatuas, los otros no, los otros son seres humanos que pasan de largo por su propia existencia.

Sólo me acerco a la piscina del hotel cuando voy a la playa o regreso de la orilla como quien vuelve curado. Si acaso me baño a la vuelta para quitarme el salitre, pero habiendo mar cerca nunca me quedo en ninguna piscina. En la playa hay mucha gente, pero me doy cuenta de que son menos los que están con las pantallas. Se habla más, se ríe más y se está en silencio mirando el ir y venir sabio de las olas. Antes me quejaba del ruido de la gente en las playas, pero ahora casi lo agradezco porque uno siente que la gente está viva y que está donde está. Aquellos extranjeros del hotel no han salido de su país, de sus perfiles en las redes sociales, ni de ese enganche de me gustas o no me gustas que jamás puede tener el impacto emocional y corporal de un baño en la playa. Ya no lee casi nadie, ni periódicos, ni libros. Cuando la gente leía, hablaba de vez en cuando. Los de las pantallas, que muchas veces también somos nosotros sin darnos cuenta, están en silencio mucho tiempo, despistados, picoteando, lejos de toda concentración aunque crean que están concentrados. 

El verano llega con calores extremos, y también cambia, por lo menos en la duración y en la repetición de esas canículas que en Canarias duraban antes dos o tres días y luego se olvidaban. Casi no ha habido panza de burro este año en Las Palmas de Gran Canaria y las mareas se comportan como animales extraños y desconocidos. Todo eso no sucede en la pantalla sino en la vida real. Los de la piscina de los Budas volverán al avión y habrán compartido un par de fotos, quizá algún selfie, o imágenes de esas bebidas verdes o fucsias que dan grima sólo con mirarlas. Esta es una pequeña crónica de unos días en unas islas del Atlántico en las que muchos regresamos a la infancia desde el primer baño. Por eso no me pueden sacar de la playa ni encerrarme en las pantallas. Si está el océano delante siempre estoy a salvo. Pensando en nada. Borrando todo. Como siempre fue para poder descansar y para regresar curados en otoño, para empezar de nuevo y tratar de ser felices sin que nadie nos imponga lo que necesitamos soñar para seguir viviendo.

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