La vulnerabilidad del paisaje

Va siendo hora de que reflexionemos y miremos de frente a nuestro territorio para cambiar algunas costumbres

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Incendio declarado en el municipio de Tejeda, en Gran Canaria. / EFE
Incendio declarado en el municipio de Tejeda, en Gran Canaria. / EFE

Cambia el paisaje. Cambia el ser humano. Nos vamos alejando del campo. Comemos alimentos procesados. Va desapareciendo la ganadería. Plantar hortalizas, frutas y verduras requiere tiempo y esfuerzo. No pagan lo que vale ese trabajo. Entonces el paisaje se vuelve un terreno peligroso. Las ovejas eran las escobas del campo, dejaban huecos sin hierbajos por los que no podía seguir el fuego. Las fincas cultivadas también eran cortafuegos y, por supuesto, la gente que vivía todo el año en la Cumbre, limpiando sus lindes y evitando el deterioro y la maleza en sus espacios, salvaban lo que ahora perece. Todo eso quedó atrás, aquí, en Sicilia o en Corfú. Hablo de islas, porque las islas con tantos paisajes abandonados son más vulnerables que los continentes, más pequeñas, y el daño medioambiental es mucho más evidente y más descorazonador. Ya no se apagan los fuegos con los cuatro baldes de hace décadas. Ahora un incendio, cuando acontece, es una lucha desigual en la que sólo dependemos de esos héroes que se juegan la vida tratando de apagarlo.

El otro día, subiendo a Tafira por la carretera vieja, me llegó el olor de la cebada de la fábrica de La Tropical. No olía con la intensidad de hace años, pero uno reconocía ese viaje inmediato al pasado a través del olfato, siempre evocador de recuerdos y de instantes que a veces no sabes por qué son los que más intensamente se grabaron. Ese olor también me llevó sobre la marcha a los molinos de gofio. Los pueblos de Gran Canaria estaban llenos de molinos y el olor del millo recién tostado es un camino de evocación inmediato en el que bucear todo lo profundo que uno quiera. Hace años, impartiendo unos talleres de escritura en centros de mayores, nos dimos cuenta de que en casi todos los relatos que contaban la infancia o la juventud de los años treinta, cuarenta o cincuenta del pasado siglo, aparecía irremisiblemente el olor del gofio. Ese fue el título que se le puso a un libro que recoge buena parte de aquellos trabajos. Era el viaje de la memoria que más lejos llegaba, pero esa presencia de los molinos tenía mucho que ver con todas las fincas plantadas con cereales que cada cual iba llevando para su tueste y su molienda a aquellos molinos que guardan un olor unido a la humedad de las acequias y al croar de unas ranas que llevaban un eco atávico a todo el que se adentrara por los campos. Tampoco se escucha el agua como antes. Todo está seco, Apenas llueve. El día que rememoré el olor del gofio se estaba quemando la cumbre en Gran Canaria; pero ya digo que es algo que está pasando en todo el planeta por el cambio climático y por el cambio de hábitos y costumbres cotidianas. Ahora nos toca a nosotros ser responsables. Nos toca exigir un par de hidroaviones que estén todo el verano en las islas para que el fuego no se nos vaya de las manos en las primeras horas, y nos corresponde andar con tiento y con sentido común por los bosques. Cualquier chispa, como vimos el otro día, puede hacer desaparecer buena parte del paisaje. En esa ocasión tuvimos la suerte de la climatología y de la pericia de los equipos que actuaron contra el fuego; pero no podemos bajar la guardia. Tampoco creo que podamos cambiar algunos hábitos. O igual sí, a lo mejor va siendo hora de que reflexionemos y miremos de frente a nuestro territorio para cambiar algunas costumbres y para tratar de que la ganadería y el olor del gofio vuelvan a la vida como a veces sucede con las modas del pasado. Pero, en este caso, no es una moda sino un SOS en el que tenemos que implicarnos todos si no queremos que la barbarie derrote definitivamente a la belleza.

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