Cuando somos jóvenes, y no tan jóvenes, tendemos a pensar que la vida es una especie de bufé libre en el que todo está a nuestro alcance si tenemos suficiente hambre, talento o valentía. Como si todo lo deseable estuviera al fondo del pasillo, esperando a que le eches coraje, estrategia y buen Instagram. Pero no. La vida no es un bufé; la vida, en realidad, es más bien un menú cerrado con varias opciones. Y elegir una implica renunciar al resto. Aunque duela. Aunque te sangren las ganas.
Nos lo dijeron muchas veces: “Tú puedes con todo”. Pero nadie nos advirtió de que poder con todo no significa quedarte con todo. Porque por cada cosa que abrazas, hay otra que se queda esperándote con las manos vacías. Puedes querer una carrera brillante y a la vez desear una vida tranquila, pero el tiempo, el cuerpo y el alma no siempre tienen la capacidad de sostener ambos anhelos al mismo tiempo. Quien lo ha intentado, lo sabe: se puede jugar a equilibrarlo todo, pero no se puede fingir que no cuesta.
Historias que cuelan
Hay una historia que escuché hace años, de esas que se cuelan en la memoria como un susurro que no olvidas. La historia de un campesino que vivía con una mula y una cabra. Ambos animales le eran útiles, pero en una sequía larga como la desesperanza, solo podía alimentar a uno. Tras mucho pensarlo, eligió quedarse con la mula, que le ayudaba a arar la tierra. La cabra, que le daba leche y compañía, fue vendida. Al cabo de unos meses, la tierra volvió a ser fértil, y el campesino prosperó. Pero cada noche, en la soledad de su choza, recordaba el balido de la cabra. A veces, elegir es sobrevivir. Pero también es perder.
Y no, no se trata de romantizar el sacrificio, ni de construir altares al dolor. Pero sí de comprender que cada decisión conlleva una renuncia y que muchas veces, por no elegir, acabamos perdiéndolo todo. Esa es la trampa: pensar que postergar la elección es una forma de libertad. Cuando en realidad, es otra forma de cobardía.
Paso del tiempo
Porque vivir elige por ti si tú no lo haces. El tiempo pasa. Las oportunidades también. Y cuando te das cuenta, aquella relación que no cuidaste, aquel proyecto que no cerraste, aquella conversación que no tuviste, ya no están. Y ya no es cuestión de querer. Es cuestión de que ya no se puede.
El problema de nuestra generación, y aquí me incluyo, es que hemos crecido anestesiados por la dopamina. Todo lo queremos rápido, fácil, placentero. No hay espacio para la renuncia, para la incomodidad, para el largo plazo. Preferimos el siguiente vídeo, el siguiente mensaje, la siguiente validación. Y así, sin darnos cuenta, perdemos el músculo de la renuncia, que es también el músculo de la madurez.
No se puede tener un buen cuerpo sin renunciar al sofá. No se puede tener paz interior sin soltar ciertas compañías. No se puede crecer si no se aceptan incomodidades. No se puede querer todo sin perder algo.
Elecciones
Y a veces, las elecciones son dolorosas. No porque el camino elegido sea malo, sino porque el que dejamos atrás nos daba cariño. Porque nos hacía sentir vistos. Porque nos hacía sentir seguros. Elegir, a veces, es soltar una mano que aún querríamos apretar. Es quedarte contigo mismo, aunque te tiemblen las piernas. Es decir: “este soy yo”, aun sabiendo que hay quien dejará de reconocerte. Y cuesta. Y mucho. Porque uno también se rompe por dentro cuando tiene que defender su forma de amar, de pensar, de vivir. A veces, por querer estar en todos los sitios, acabamos fuera de todos.
Y eso es lo más duro: darte cuenta tarde. Darse cuenta cuando ya no puedes recoger lo que no sembraste. Cuando el otro ya no está esperando. Cuando lo que era tibio se ha enfriado. Cuando por no elegir, dañaste. Porque sí: también se hace daño con la inacción, con la falta de claridad, con esa torpeza emocional de no saber decir lo que uno necesita o siente. Y aunque no haya mala intención, el daño se queda. Porque los corazones también se desgastan.
Construir
No podemos seguir huyendo de la incomodidad de elegir. No podemos seguir dejándonos llevar por lo que más fácil se nos pone delante. Si queremos construir algo que merezca la pena, una relación, un proyecto, un propósito, vamos a tener que incomodarnos, renunciar, perder placeres inmediatos y elegir con coraje. Porque no elegir también es una elección, solo que mucho más cobarde. Y con consecuencias más silenciosas, pero igual de devastadoras.
Dice una máxima budista que el camino hacia la sabiduría empieza con la renuncia. No a la alegría ni a la pasión, sino a lo que nos mantiene atrapados en la superficie. A veces, elegir con conciencia es dejar atrás versiones nuestras que ya no nos sirven. Amigos que ya no suman. Sueños que ya no nos representan. E incluso, formas de querernos que ya no nos hacen bien.
Hay belleza en la renuncia. No como castigo, sino como acto de amor. Porque cuando eliges de verdad, lo que estás haciendo es comprometerte. Y no hay acto más valiente que comprometerse con uno mismo.
Así que elige. Elige, aunque duela. Aunque pierdas. Porque en ese dolor hay una semilla. Y de esa semilla, quizás no hoy, quizás no mañana, pero algún día, crecerá algo que sí te pertenezca del todo. Porque lo elegiste tú. Porque lo regaste tú. Porque tuviste el coraje de dejar de posponer la vida.
