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Dos autónomos realizan trámites burocráticos. / EFE

Autónomos y pymes: las manos que mecen al PIB

Los autónomos y empresarios que malviven y tratan de sobrevivir en España están hechos de otra pasta

Es admirable el atrevimiento, el arrojo y el coraje de quien decide adentrarse —a pecho descubierto— en un submundo inimaginable de trabas tributarias y burocráticas; obstáculos y obligaciones que se agolpan en la casilla de salida y que mermarían el ímpetu de cualquier mente sensata.

Paradójicamente, es la microeconomía la que sostiene este país: el colectivo más amplio y el que más aporta al PIB es, precisamente, el que más castigo recibe.

La economía, en su esencia, nace porque los recursos son finitos y las necesidades infinitas.

Cuando se imprime dinero sin control, el poder adquisitivo se evapora. Cuando se malgasta de forma sistemática en subsidios perpetuos que no generan retorno, se sacrifica la inversión, la innovación y la infraestructura que verdaderamente impulsan el progreso. Las subvenciones han pasado de ser herramientas puntuales de apoyo a convertirse en parches permanentes que pretenden encubrir una gestión deficiente y decisiones económicas profundamente desacertadas.

Quitarle al que produce para dárselo indiscriminadamente a quien no aporta no es un modelo sostenible: desmotiva, destruye talento, socava la productividad y empuja a la fuga de cerebros y emprendedores. En cambio, los incentivos fomentan la eficiencia y el mérito. Y el ahorro, esa virtud olvidada, no consiste solo en guardar; implica saber gastar con criterio. Allí donde existe libertad económica, florecen el crecimiento y la prosperidad. No es ideología: son matemáticas.

Rescatar la sensatez

En tiempos convulsos, urge rescatar la sensatez que siempre gobernó la economía familiar.

El control del gasto, el esfuerzo constante, la importancia de la integridad y la apuesta firme por el trabajo legítimo. Sencillos principios que, aplicados desde las instituciones, podrían transformar la realidad del país.

La política, sin embargo, parece haberse alejado de estos valores. Necesitamos buenas personas antes que colores o siglas. Gobernantes resolutivos, pero principalmente limpios y decentes. La mentira en política debería ser un límite infranqueable, un terreno vedado. La ciudadanía merece transparencia, sencillez y autenticidad, no discursos saturados de artificio, arrogancia y vanidad.

No debe subestimarse el poder psicológico de un mandatario.

Su ejemplo —bueno o malo— se filtra en la sociedad, moldea comportamientos y condiciona la confianza colectiva. Cuando un dirigente recurre sistemáticamente al engaño o a la manipulación, no solo daña a las instituciones: erosiona la autoestima de su pueblo, alimenta la ansiedad social y normaliza hábitos que jamás deberían tener cabida en el ámbito público.

Panorama político

El panorama político actual, lejos de ofrecer certezas, es una sucesión de escenas propias de una mala telenovela: deslealtades, egos inflamados y personajes embriagados por el poder. Un escenario grotesco donde la esencia del servicio público y la ética hace tiempo que dejaron de ser invitadas.

Ante esta situación, la respuesta no debe ser la resignación, sino la exigencia.

La ejemplaridad y la firmeza han de ser los pilares de cualquier administración digna. Todo daño infligido al patrimonio común debe ser reparado hasta el último céntimo. Las sanciones por mala praxis deben ser proporcionales, y la responsabilidad, ineludible. Si quienes gobiernan necesitan ayuda, que la pidan, pero que no pretendan encontrarla en la impunidad ni en el bolsillo sobradamente castigado del contribuyente.

España no está condenada al estancamiento. Pero para avanzar necesita con urgencia honestidad, sensatez y una gestión que trate a los autónomos, empresarios y trabajadores no como obstáculos, sino como el motor real de un país que, pese a todo, sigue queriendo salir adelante.