El pasado fin de semana, por fin —después de que mucha gente me pasara el enlace—, vi el anuncio de Navidad de Campofrío. Se llama Polarizados y pone el foco en esa tensión ambiental que se nos ha instalado en la conversación pública y, sobre todo, en la vida cotidiana. La pieza está conducida por Ana Rivero, taquígrafa del Congreso, y termina con una idea que, en esencia, pide plantar cara a lo inaceptable sin olvidarnos de que nos necesitamos “como el comer”.
Y, sin embargo, salí del vídeo frío y un poco contrariado.
No porque el diagnóstico —la polarización existe— sea falso. Basta con asomarse a X, con sentarse en una junta de vecinos, con conducir diez minutos por una autovía, con escuchar cómo nos hablamos cuando creemos que nadie nos está mirando. El problema es otro: cuando el relato apunta hacia la política como origen de ese malestar, la conclusión se vuelve demasiado cómoda. Como si el ruido fuese una emisión tóxica que sale del hemiciclo y cae sobre nuestras cabezas, y nosotros fuéramos apenas víctimas pasivas, inocentes, incapaces de elegir cómo convivir.
Pero la convivencia no es una abstracción. No es un eslogan, ni un plano general. La convivencia —para bien y para mal— es un ejercicio personal. Y por eso, cuando se señala a la clase política como culpable, me pregunto si no estamos aprovechando una coartada magnífica para no mirarnos al espejo.
Porque, al final, la política no opera en el vacío. En España, como en cualquier democracia, el Parlamento representa la soberanía popular. Para bien y para mal, también se parece a nosotros: a nuestra forma de premiar, de castigar, de callar, de difundir, de reírnos del otro, de convertir al discrepante en enemigo. Lo político influye, claro. Pero la responsabilidad de cómo nos tratamos no se puede externalizar sin más.
Friedman vs. Keynes
No se puede obviar, además, que vivimos en un tiempo en el que Milton Friedman tiene más ascendencia cultural que John Maynard Keynes: el individuo por encima del colectivo, el sálvese quien pueda disfrazado de meritocracia, la sospecha permanente hacia lo común. Esa corriente —la de la Escuela de Chicago y su legado— ha dejado huella en muchas realidades contemporáneas. Pero incluso aceptando el peso de esa doctrina, lo que me inquieta es más simple y más crudo: la pérdida de valores se juega, día a día, en decisiones pequeñas. En cómo hablamos. En cómo miramos. En cómo disfrutamos del linchamiento cuando el linchamiento no nos cae a nosotros.
Lo pensé con fuerza al leer estos días sobre Kristin Cabot. El nombre quizá no diga mucho de primeras, pero su rostro se hizo mundialmente reconocible por un vídeo de apenas unos segundos: el momento en que, durante un concierto de Coldplay, una kisscam enfocó a Cabot abrazada a Andy Byron, entonces CEO de Astronomer, en el estadio de Gillette, en Foxborough (Massachusetts), en julio de 2025. El clip se viralizó, la empresa abrió una investigación interna y, en cuestión de días, Byron dimitió; poco después, Cabot también dejó la compañía.
Hasta ahí, el caso podría leerse como uno de esos episodios de cultura pop que nacen, arden y se apagan. Pero no se apagó.
Con el paso de los meses, Cabot contó en una entrevista en The Times que en internet fue etiquetada con insultos, que fue doxeada, que cargó con la letra Escarlata, que recibió cientos de llamadas diarias durante semanas, que tuvo paparazzi frente a su casa y que llegaron amenazas de muerte. Explicó, además, el impacto en sus hijos, que vivieron con miedo y dejaron de querer aparecer en público con ella. Y también aclaró un matiz que desmonta la novela instantánea que muchos prefirieron consumir: dijo que estaba en una separación amistosa de su marido en aquel momento y que su reacción de esconderse al verse en pantalla tuvo que ver con el pánico a avergonzarle.
Verdugos en un clic
No traigo este caso para absolver a nadie ni para dictar sentencias morales desde una columna. No me interesa eso. Lo que me interesa es lo que revela de nosotros: cómo pasamos de espectadores a verdugos en un clic, cómo normalizamos el ensañamiento, cómo convertimos el castigo en entretenimiento, cómo confundimos opinar con destruir. Y, sobre todo, cómo nos resulta más fácil pedir humanidad en abstracto —“menos polarización”, “más convivencia”— que practicarla cuando el otro tiene nombre, cara y familia.
Por eso creo que el anuncio de Campofrío, con todo lo bienintencionado de su mensaje final, erra el tiro cuando busca un culpable fuera. La polarización no es únicamente una estrategia de partido ni un vicio parlamentario. Es, sobre todo, un hábito social. Un músculo que entrenamos cada vez que humillamos al que se equivoca, cada vez que compartimos sin verificar, cada vez que aplaudimos la crueldad porque “se lo merece”, cada vez que la vida ajena nos sirve para sentirnos un poco mejores.
Al final, me temo que el problema es más profundo y más incómodo: no va de izquierdas o derechas, ni de Congreso o plató. Va de algo más elemental. Es cuestión de ser buena gente o mala gente. Y eso no se vota una vez cada cuatro años: se ejerce todos los días.
Ojalá entre los propósitos de 2026 figure querer un poco más al prójimo. No por ingenuidad, ni por ñoñería. Por pura supervivencia civilizada. Porque si damos pequeños pasos —si nos frenamos antes de señalar, si aprendemos a disentir sin despreciar, si recordamos que detrás de cada trending topic hay personas—, quizá seamos un poco mejor pareja, mejor amigo, mejor familiar, mejor vecino, mejor ciudadano.
Y, sí: también mejor país.
