Lo escuché en la boda de mi socio, en uno de esos momentos en los que la vida se detiene un instante y todo parece tener sentido. Alguien brindó por las personas que están cuando el suelo tiembla, y la frase quedó suspendida en el aire, como si fuera un secreto que todos sabíamos, pero nadie había puesto en palabras. Miré alrededor: las luces cálidas, los abrazos, la alegría, la música que unía generaciones. Y pensé que quizá eso es lo que de verdad importa en la vida, no las personas que aparecen cuando todo brilla, sino las que se quedan cuando la tierra se mueve y amenaza con tragárselo todo.
Porque a veces el suelo tiembla. Tiembla en la vida y tiembla en las empresas, tiembla en los proyectos, en los amores, en las convicciones. A veces uno se levanta y descubre que el mundo no es el mismo, que la seguridad que creía tener se desmorona como una casa sin cimientos. Y ahí, en ese temblor, es donde se mide el valor real de las personas que nos rodean, y también el nuestro. No cuando el éxito llega, sino cuando llega el miedo. No cuando todo es fácil, sino cuando la vida nos pide demostrarnos de qué estamos hechos.
He vivido suficientes temblores como para saber que no hay manera de evitarlos. Pueden ser un negocio que no funciona, un amigo que desaparece, una traición inesperada o un cansancio profundo que te obliga a parar. También pueden ser cosas más sutiles: un silencio, una duda, una pérdida de fe en ti mismo. Y, sin embargo, cada vez que el suelo tiembla, hay algo que se revela. Algo que no podrías ver de otro modo. Porque el temblor, con todo su ruido y su caos, tiene una virtud: no miente.
Decorado
En los terremotos personales y empresariales es cuando se cae el decorado, cuando se despejan los aplausos, los cargos, las fotos, las cifras. Se derrumban los egos y las excusas, y lo que queda es lo que verdaderamente sostiene: las personas, los valores, los afectos. En el fondo, lo que queda es el amor en todas sus formas. El amor como presencia, como paciencia, como llamada a tiempo, como mensaje sin esperar respuesta. El amor que no necesita que todo esté bien para quedarse.
Durante mucho tiempo confundí estabilidad con seguridad, y seguridad con éxito. Creía que tener una empresa fuerte, un equipo sólido, un nombre reconocido o un plan definido era suficiente para no temblar. Pero la vida, con su ironía infinita, te enseña que no hay estructura más frágil que aquella que no está construida desde la verdad. Puedes tener dinero, proyectos y reconocimiento, pero si no tienes vínculos auténticos, si no tienes a quién mirar cuando el suelo se abre bajo tus pies, entonces no tienes nada.
En el mundo empresarial esto se nota más de lo que parece. Hay equipos que solo funcionan mientras las cosas van bien, relaciones que se sostienen por interés y alianzas que se derrumban a la primera sacudida. Pero también hay lo contrario: personas que aparecen sin que las llames, que te cubren, que te defienden en silencio, que sostienen lo invisible. Esas personas son las que construyen cultura, comunidad y confianza. Son las que te hacen querer volver a empezar cuando todo se viene abajo.
Fortaleza
Recuerdo un momento en el que todo parecía tambalearse. Las cifras no cuadraban, el cansancio era real y los días se hacían más largos que las semanas. Y, sin embargo, fue entonces cuando más gente buena apareció. No los que me decían que debía hacer, sino los que se sentaban a escuchar. No los que ofrecían soluciones rápidas, sino los que ofrecían tiempo y compañía. En el ruido del temblor aprendí que la verdadera fortaleza no está en resistir solo, sino en dejarse sostener.
El suelo tiembla, también, cuando la vida nos obliga a cambiar. Cuando ya no eres la misma persona que eras hace un año, cuando los valores se reordenan y descubres que lo que antes te definía ya no te representa. Esos temblores internos son los más difíciles, porque nadie los ve. Desde fuera todo parece igual, pero por dentro se está moviendo todo. Y en esos momentos, elegir bien a quién tienes al lado marca la diferencia entre hundirte o renacer.
He aprendido que no se elige a las personas solo por su talento o su simpatía, sino por su manera de estar en el temblor. Hay quien desaparece cuando las cosas se ponen feas, y hay quien, sin decir nada, te agarra la mano. En mi vida he tenido ambas cosas, y con los años he dejado de enfadarme por las ausencias. Ahora entiendo que cada persona tiene su propio nivel de profundidad emocional, su propio modo de afrontar el miedo. Pero sí creo que debemos elegir conscientemente a quienes nos rodean, porque al final, nuestra paz depende más de esas elecciones que de cualquier otro logro.
Construir
En lo empresarial, elegir a las personas que están cuando el suelo tiembla es elegir la cultura que quieres construir. Un equipo no se mide por sus éxitos, sino por su capacidad de mantenerse unido en la adversidad. Un cliente se convierte en aliado cuando te entiende en tus errores. Un socio se convierte en hermano cuando celebra contigo no solo los premios, sino los procesos. Esa lealtad invisible, que no se compra ni se exige, es el cimiento más sólido que puede tener una empresa o una comunidad.
Vivimos tiempos donde el suelo tiembla a menudo. Cambian las normas, los mercados, las prioridades, los gobiernos. Tiembla el planeta, tiembla la economía, tiembla la confianza. Y, sin embargo, también estamos aprendiendo a construir de otro modo, con menos artificio y más propósito. En Canarias, por ejemplo, hay toda una generación de empresarios, autónomos y emprendedores que están levantando proyectos desde la empatía, desde la cooperación, desde el compromiso con su tierra. Y eso me hace creer que, aunque el suelo siga temblando, hay esperanza.
Cuando pienso en los temblores colectivos, crisis, pandemias, recesiones, recuerdo la cantidad de gente que se volcó en ayudar, en sostener, en reinventarse. Las personas que abrieron caminos cuando otros se cerraban. Las que apostaron por lo local cuando lo fácil era mirar fuera. Las que entendieron que el éxito no consiste en ganar siempre, sino en resistir juntos. Cada vez que algo se rompe, Canarias demuestra que su verdadero valor no está en su estabilidad, sino en su capacidad para recomponerse. Somos una tierra que tiembla, pero que nunca se hunde del todo.
Cuidar
Y, sin embargo, hay algo que debemos cuidar: no normalizar el temblor constante. Vivimos con tanta prisa que a veces confundimos movimiento con vida. Nos acostumbramos a vivir al borde del colapso, a construir sobre urgencias, a aplaudir el cansancio disfrazado de éxito. Y eso también tiene un precio. Si el suelo tiembla demasiado y nunca paramos a fortalecer los cimientos, al final todo se agrieta. Por eso, más que buscar estabilidad total, deberíamos aprender a cuidar el equilibrio: moverse sin romperse, avanzar sin olvidarse de descansar, crecer sin perder la ternura.
A veces pienso que la madurez consiste justamente en eso: en aprender a temblar sin miedo. En aceptar que habrá sacudidas, pero que no todas son malas. Que hay temblores que vienen a recordarte quién eres. Que hay pérdidas que son comienzos disfrazados. Que hay terremotos que te dejan sin nada, pero también sin mentira. Y cuando entiendes eso, dejas de temerle a la inestabilidad y empiezas a confiar en tu capacidad de reconstruir.
No sé si es la edad, la experiencia o la cantidad de veces que la vida me ha dado la vuelta, pero cada vez creo más en la importancia de tener una tribu pequeña y sincera. No perfecta, no siempre disponible, pero real. La gente que te quiere sin protocolo, que te dice la verdad, aunque duela, que se alegra de tus logros sin competir contigo. Esas personas no se encuentran en los días soleados, se descubren en las noches en las que no sabes cómo seguir.
Humildad
Y, claro, también hay que ser esa persona para otros. No basta con rodearse bien, hay que sostener bien. Hay que estar cuando los demás tiemblan, sin exigir explicaciones, sin pedir que se recompongan enseguida. Hay que tener la humildad de acompañar procesos sin querer controlarlos. Y eso, tanto en la vida como en los negocios, es lo más difícil y lo más valioso.
En Valtia, en Uebos, en Mejoradora, y en todos los proyectos que he tenido la suerte de compartir, he visto cómo los equipos más humanos son los que sobreviven mejor a los temblores. No porque no se caigan, sino porque saben levantarse juntos. He aprendido que un error compartido con cariño se convierte en aprendizaje, y un acierto vivido en soledad se vuelve vacío. Por eso intento siempre que el trabajo tenga alma, porque la técnica se aprende, pero la lealtad se siente.
El suelo tiembla, sí, pero también enseña. Enseña a distinguir las voces que te calman de las que te agitan, los abrazos que te recomponen de los que te aprietan, los socios que suman de los que restan. Enseña a mirar la vida con más gratitud, incluso cuando duele. Enseña a entender que la estabilidad no es ausencia de movimiento, sino confianza en el movimiento.
Hoy, cuando vuelvo a aquella boda y recuerdo la frase, “elige a las personas que están cuando el suelo tiembla”, siento que resume todo lo que quiero en esta etapa de mi vida. Ya no busco que nada sea perfecto, busco que sea verdadero. Ya no me interesa tanto llegar lejos, sino llegar acompañado. Ya no quiero construir castillos, sino hogares. Porque he aprendido que, después de cada temblor, lo único que permanece son las personas que se quedaron.
Y si alguna vez la vida vuelve a moverse bajo mis pies, que, seguro que lo hará, solo espero tener la serenidad de mirar alrededor y reconocer, una vez más, a quienes no huyeron cuando todo se movía. A quienes me sostuvieron sin condiciones. A quienes me recordaron que, incluso en medio del terremoto, la tierra sigue siendo nuestra.
Porque al final, cuando el suelo tiembla, no hay refugio más firme que un corazón que no se va.
