Hay momentos en los que la vida te obliga, casi sin pedir permiso, a revisar la forma en la que estás mirando el mundo. Y no lo hace con grandes batallas ni con crisis que lo sacuden todo, sino con pequeños retrasos, con pendientes que se acumulan, con viernes que llegan demasiado rápido y lunes que te recuerdan que todavía no has entregado un artículo que deberías haber terminado hace días. A veces la vida te da un tirón suave de la camisa y te dice: “Eh, mira un momento hacia arriba”. Y, si uno tiene la humildad suficiente, aprende a escucharlo.
Mirar hacia arriba no significa evadirse ni vivir en una nube; significa recordar que nuestra mirada condiciona nuestra vida. Que cuando uno baja la cabeza, el mundo se estrecha. Que cuando uno la levanta, de pronto aparece un horizonte que estaba ahí desde siempre. Hay quien mira hacia abajo por costumbre, por dolor o por prudencia. Hay quien mira hacia arriba como una forma de resistencia. Y yo, en estos días, he sentido que era el momento de cambiar la mirada, de dejar de repetirme, de abrir una ventana nueva en mi pensamiento.
Quizá por eso me obsesiona, desde hace meses, la imagen del astronauta flotando con la bandera de Canarias en medio del vacío. No por estética ni por moda. Me obsesiona porque representa algo que a veces olvidamos: la capacidad de alejarnos para entendernos mejor. La valentía de suspender por un segundo el ruido de la tierra para escuchar lo que realmente importa. Y la responsabilidad de recordar, incluso cuando volamos lejos, de dónde venimos y a quién pertenecemos.
Canarias, al fin y al cabo, es una tierra que te enseña a mirar hacia arriba. No solo por los cielos limpios y las noches que parecen decoradas a mano, sino por algo más hondo: por esa sensación permanente de que vivimos en un lugar donde el mundo se resume en mar, montaña y posibilidad. Donde todo tiene un principio pequeño, casi humilde, pero luego se expande si uno sabe empujarlo con cariño. Donde hay algo en el aire, en la forma de hablar, en la forma de resistir, que nos recuerda que lo importante no es de dónde venimos, sino hacia dónde decidimos seguir mirando.
En los últimos meses he visto a demasiada gente agotada, sin brillo, repitiendo que todo es difícil, que nada cambia, que la vida se ha vuelto una sucesión de días idénticos. Y, sin embargo, cuando uno rasca un poco, aparecen señales distintas: emprendedores que siguen arriesgando, jóvenes que proponen ideas que hace unos años parecían imposibles, personas que se están reinventando en silencio, familias que vuelven a apostar por quedarse aquí y construir algo propio. No es épica, no es propaganda, no es ingenuidad. Es simplemente que la vida, incluso en sus tiempos más confusos, sigue abriéndose camino.
Mirar hacia arriba también implica aceptar que el camino no siempre es amable. Que hay días en los que uno se siente roto, decepcionado, sin fuerzas para seguir impulsando nada. Que la cabeza baja por cansancio, no por falta de ambición. Y está bien: somos humanos. Pero es justo en esos días donde más nos conviene levantar la vista, aunque sea un gesto mínimo, casi imperceptible. Como quien abre una rendija para que entre un hilo de luz. Porque a veces basta una luz pequeña para cambiar el tamaño de toda la habitación.
Quizá por eso este artículo llega un lunes. Porque la vida, caprichosa y sabia, entiende que hay mensajes que solo encuentran sentido cuando se entregan fuera de plazo. Y porque, en algún punto, necesitaba recordar que escribir no es cumplir una fecha: es colocar palabras donde antes había ruido, es ordenar lo que la mente revuelve, es permitirse pensar con más honestidad de la que uno suele mostrar en voz alta.
Hoy miro hacia arriba con una decisión tranquila. No como quien huye ni como quien se convence de algo que no siente; lo hago como quien empieza a comprender que cada día trae consigo una versión nueva de uno mismo. Que el cansancio puede convivir con la esperanza. Que el retraso puede convivir con el propósito. Que la duda puede convivir con la voluntad de avanzar. Y que, aunque a veces nos parezca que estamos dando vueltas en círculos, siempre existe la opción de cambiar un poco el ángulo, de ajustar el gesto, de mirar otra vez.
Si algo he aprendido en estos meses es que no se trata de llegar perfecto a ningún sitio. Se trata de avanzar con verdad, de sostener la mirada cuando todo invita a bajarla, de entender que incluso los días torpes traen su enseñanza escondida. Y, sobre todo, de recordar que todavía estamos a tiempo de ser nuestra mejor versión, esa que no se conforma con repetir lo de ayer, esa que construye sin miedo, esa que sabe que en la vida —como en el espacio— se flota mejor cuando uno se aferra a lo que realmente le sostiene.
Por eso escribo hoy, lunes, sin prisas, pero con intención. Porque creo que necesitamos más textos que nos recuerden hacia dónde mirar. Más conversaciones que nos devuelvan la claridad. Más espacios donde se nos permita cambiar sin pedir perdón. Y más valentía para entender que mirar hacia arriba no es un gesto poético: es una forma de sobrevivir, de crecer y de honrar la vida que estamos intentando construir.