Hay frases que nos acompañan durante años y, de repente, dejan de nombrarnos. No porque ya no sean verdad, sino porque la verdad ha cambiado de lugar. Este texto nace del momento exacto en el que una identidad se revisa, una etapa se honra y un nuevo lenguaje aparece para contar la vida desde un sitio más sereno, más hondo y más humano.
Hay frases que no se escriben: se escapan. Aparecen sin pedir permiso, como si vinieran de un lugar que ya no controlamos y, sin embargo, nos pertenecieran más que nunca. Hace unos días me encontré con una de esas frases mientras redactaba un post. Iba escribiendo con tranquilidad, hablando de un proyecto más, de algún encuentro reciente o de una reflexión cotidiana, cuando, ya en el cierre, puse una frase que durante muchos años acompañó mi identidad, mi manera de trabajar y mi forma de entender la vida: “Para que las cosas sucedan”. La escribí como quien estira el brazo por costumbre, sin pensar demasiado, con esa naturalidad que da lo muy vivido. Pero al leerla sentí algo extraño, como si estuviera mirando un espejo que me devolvía una imagen preciosa, pero antigua. Una imagen que amé, sí, pero que ya no es exactamente la mía.
Esa sensación, casi imperceptible, terminó convirtiéndose en una grieta emocional. No un dolor, sino un pequeño desajuste entre lo que fui y lo que soy. Comprendí, con una claridad inesperada, que esa frase, aunque sigue siendo parte de mi historia, ya no abarca lo que hoy siento, pienso, creo o construyo. Era como llevar una chaqueta que me acompañó en todas mis batallas, que me abrigó en noches frías y me dio presencia cuando más la necesité, pero que ahora, sin dejar de quererla, ya no me cae igual. Y en ese reconocimiento, tan íntimo como liberador, surgió una verdad: había llegado el momento de encontrar un nuevo lenguaje para nombrarme.
Quien vive entre proyectos, emociones intensas, urgencias vitales y una sensibilidad casi incómoda sabe que cambiar una frase personal no es un gesto de marketing, es un acto de identidad. Entré en una implosión creativa, de esas que te remueven por dentro, te obligan a revisar lo vivido y te empujan a preguntarte qué quieres contarle al mundo hoy, no ayer. Porque uno crece, madura, se introduce en nuevas etapas, aprende a sostenerse de otra manera y, de repente, lo que antes era brújula se convierte en recuerdo. Y el recuerdo es valioso, sí, pero no siempre es dirección.
Durante años, “Para que las cosas sucedan” fue mi bandera. Me acompañó en ARK, en los espacios de participación, en el mundo de las organizaciones empresariales jóvenes, en la trastienda de la política y en la primera línea del emprendimiento. Fue un lema que impulsó proyectos, un eslogan que abría puertas y una forma de decirle al mundo que yo no venía a mirar, sino a mover. Quien conoce mi trayectoria sabe que esa frase no era adorno; era método, carácter, espíritu. Era ese empuje inconsciente que a veces confundimos con valentía, pero que es, en realidad, una mezcla de supervivencia, ilusión desbordada y ganas de demostrar que sí, que se puede construir vida desde Canarias, aunque muchos digan lo contrario.
Pero el tiempo, cuando uno se permite escucharlo, también enseña. Ya no estoy en la misma etapa. Ya no soy ese joven que intentaba hacerse un hueco empujando con fuerza. Y aunque sigo creyendo en la acción, en el movimiento y en la capacidad de transformar la realidad desde la iniciativa, me he dado cuenta de que hoy hay otra cosa que me atraviesa con mucha más verdad: la ternura.
Detrás de todas mis etapas más intensas siempre hubo una constante que apenas comprendí cuando era más joven: el amor. No el amor romántico exclusivamente, sino ese amor que sostiene, que acompaña, que te permite existir cuando la vida se pone del revés. El amor de los amigos que te ven cuando tú no te estás viendo, el amor de los proyectos que te devuelven sentido, el amor de los equipos que se convierten en familia, el amor de quienes te abren puertas sin pedir nada a cambio, incluso el amor propio, ese que tarda más en llegar y que te permite mirarte con una ternura nueva.
A lo largo de mi vida, cada vez que estuve cerca de perderme, fue el amor el que me rescató. Cada vez que sentí que todo se venía abajo, apareció alguien, una conversación, una mano, un gesto, un espacio donde volver a respirar. Nunca fueron los éxitos los que me sostuvieron; fue la gente. Fue el afecto. Fue ese calor invisible que te hace creer que todavía hay camino. Y ahora, que estoy viviendo un momento especialmente bonito, emocionalmente sereno y profundamente verdadero, me doy cuenta de que todas mis mejores decisiones han nacido del corazón. Todas. Sin excepción.
Por eso apareció esa frase nueva, luminosa, como si siempre hubiera estado esperando en algún rincón de mí: “Donde hay corazón, pasan cosas”.
No compite con la anterior, no la borra, no la discute. La abraza. Porque ambas cuentan quién he sido y quién soy, pero desde lugares diferentes. Una nació de la fuerza y el impulso; la otra, de la calma y la verdad. Una se apoyaba en la acción; la otra se sostiene en el afecto. Una venía desde el músculo; la otra viene desde el alma.
He necesitado llegar hasta aquí para comprender que la mayor herramienta de transformación que he tenido nunca no ha sido la prisa, ni la estrategia, ni el talento, ni el esfuerzo. Ha sido el corazón. Todas las veces que algo grande ha sucedido en mi vida ha sido porque había amor de por medio, porque alguien creyó en mí, porque yo creí en alguien, porque hubo una conexión humana que lo hizo posible. No hay proyecto, empresa, campaña, evento, formación o idea que haya salido adelante sin un pedazo de alma dentro. Y ahora, en esta etapa de calma interior, esta verdad resuena más fuerte que nunca.
“Donde hay corazón, pasan cosas” no es un claim. No es un hashtag. No es una frase bonita para cerrar posts. Es, sencillamente, mi vida contada de la forma más honesta que sé. Es reconocer que todo lo bueno que he construido no vino de empujar, sino de sentir. Y que, aunque sigo siendo la misma persona que propone, conecta y convoca, hoy sé que la fuerza más grande que tengo no está en la acción, sino en el afecto.
Quizá por eso resonó tanto cuando la escribí. Quizá por eso, más que una frase, se me convirtió en casa. Porque ahora vivo desde un lugar distinto. Porque ahora hay ternura. Porque ahora hay calma. Porque ahora hay verdad. Y porque ahora sé que, en realidad, todas las cosas importantes que me han sucedido en la vida, absolutamente todas, han ocurrido porque, en algún punto del camino, hubo corazón.
Y donde hay corazón, ya lo sabemos, siempre pasan cosas.