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Opinión

Dulce María Loynaz, Gran Dama de América y Un verano en Tenerife

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Breve referencia biográfica

Dulce María Loynaz fue una poetisa y novelista cubana, nacida en La Habana (10/12/1902) y fallecida en esta ciudad (27/4/1997).

Escribió poesía desde muy joven y con 16 años, en 1919, comenzó a publicar sus primeros poemas en varios periódicos de La Habana. En 1927 se doctoró en Derecho Civil, en la universidad de esta misma ciudad, y ejerció la abogacía hasta 1961, dedicándose paralelamente a la literatura.

Comenzó su novela Jardín –cuya redacción le llevó siete años– en 1928, y al año siguiente escribió Carta de amor al Rey Tut-Ank-Amen tras un largo viaje por Turquía, Túnez, Siria, Libia, Palestina y Egipto.

En la década de los treinta su casa de La Habana se convirtió en centro de la vida cultural de la ciudad, acogiendo en las llamadas “juevinas” a diversos intelectuales y artistas, como Federico García Lorca, Juan Ramón Jiménez, Gabriela Mistral o Alejo Carpentier.

En 1937 publicó el poema Canto a la mujer estéril en la Revista Bimestre Cubano, y al año siguiente Versos, que había comenzado a escribir en 1920.

Posteriormente viajó por Sudamérica y Europa, participando en congresos y colaborando como corresponsal con algunos diarios cubanos, entre ellos El País y Excelsior. Su obra comenzó a publicarse en España y en 1947 vio la luz Juegos de agua, obra a la que siguen Poemas sin nombre (1953), Últimos días de una casa y Un verano en Tenerife (ambas en 1958). De forma paralela, escribió las series de artículos Crónicas de ayer y Entre dos primaveras.

En 1951 fue elegida miembro de la Academia Nacional de Artes y Letras de Cuba, y ese mismo año fue nombrada Hija Adoptiva por el Ayuntamiento de Puerto de la Cruz, en Tenerife. Ingresó en la Academia Cubana de la Lengua en 1959 y, nueve años más tarde, en la Real Academia Española. Tras varios años de retiro publicó obras como Poesías escogidas (1984), Bestiarium (1991) y Fe de vida (1994), y recibió el Premio Miguel de Cervantes en 1992. Al año siguiente le concedieron la Orden Isabel La Católica y el premio Federico García Lorca

Su última aparición pública tuvo lugar en abril de 1997, días antes de fallecer, cuando la Embajada de España en Cuba le rindió homenaje en su casa.

Su obra ha sido traducida al inglés, francés, italiano, serbio, noruego… y forma parte de la poesía intimista femenina sudamericana.


Dulce María Loynaz

Portada de la edición facsímil de Un verano en Tenerife, publicada por el Gobierno de Canarias | Rótulo en piedra del Mirador ubicado en los jardines del Parque del Taoro


Un verano en Tenerife

En esta obra en prosa Dulce María Loynaz narra sus vivencias cuando visitó las Islas Canarias, entre 1947 y 1958, donde fue declarada hija adoptiva. El libro consta de 30 capítulos, con 400 páginas en su segunda edición facsímil (1992), donde la autora recoge la historia y la realidad de vida de los isleños, vista con sus propios ojos, realza la belleza de sus paisajes, de su geografía, y del alma de sus habitantes, con un lenguaje lleno de amor y poesía. Son crónicas de sus viajes a estas islas de las que era natural su esposo y que ella llegó a amar tanto como a su querida Cuba.

Un verano en Tenerife asombró al mundo literario pues es una obra difícil de clasificar. Algunos dicen que es un diario de viajes, otros que una novela, e incluso hay hasta quienes hablan de un explícita labor periodística. De cualquier manera, la autora considera que es lo mejor que ha escrito durante su vida, un libro que siente no haber dedicado a su patria y que le llevó cinco años de su vida. Dulce María, además de poeta, fue periodista, dos facetas a las que no podía renunciar por lo que es usual encontrar en este libro rasgos de ambos géneros, como refleja la opinión del intelectual tinerfeño Luis Álvarez Cruz: “En este libro la verdad es la verdad, pero es, a fin de cuentas, una verdad poética. No es solo un bello libro, sino el más bello que se haya escrito sobre Tenerife”. Mientras que por su parte la autora dice: “Este de Tenerife –se refiere al paisaje– me impresiona extrañamente; mucho he viajado ya en mi vida y, sin embargo, no encuentro en mi memoria un poco de tierra para compararlo. El cielo es azul como el de Cuba, pero de Cuba ya no hay más que el cielo, aunque muchas gentes crean, no sé por qué razón, tal vez por su hermanada condición de islas, que ambos países guardan semejanza”. Y ya desde el Prefacio de la obra deja clara su intención: “Como mirto y laurel entrelazados van sobre el archipiélago canario la Historia y la Leyenda. Querer separar una de otra es quebrarlas sin flor, poner en fuga todos los pájaros. La misma savia beben de su suelo el fragante mirto y el laurel coposo; su sombra es una sola sobre la fragmentada tierra de las Islas. (…) Yo solo contaré lo que a su vera me contaron las gentes y el paisaje; lo que he escuchado y lo que he visto o creído ver (…). Contaré, pues, sencillamente cómo fue, para mí, un verano en aquella poca tierra asomada a flor de agua; la primera en romper la superficie de un mar que lo era todo, y la última que contemplaron las carabelas de Colón cuando enfilaban ya sus proas al Mundo Ignoto”.

Para muchos, Un verano en Tenerife es, nada más más y nada menos, que una deuda de cariño con la tierra de su esposo, que la adoptó como hija, y de alguna manera con nuestros antepasados, muchos de ellos oriundos de las Islas Canarias. No obstante, este libro no se trata solo de una deuda de amor, sino que nos ofrece infinitas lecturas de la vida de los seres humanos mezclando realidad e imaginación, sin olvidar los puntos de contacto posibles entre el isleño canario y el cubano. Como en otros libros de Dulce María Loynaz, la prosa propone al lector una auténtica experiencia poética, donde el viaje de metáfora a metáfora finalmente realza la realidad visible y la invisible. Pocos son los escritores que se atreven a utilizar recursos poéticos para construir una prosa con elementos periodísticos, algo muy difícil en literatura, donde romper los cánones no es tan fácil como muchos creen.

La prosa de Dulce María no se compone tan solo de palabras hermosas y frases bien redactadas, sino que es una invitación constante a experimentar nuestra realidad de modo diferente sin que el texto pierda la fuerza vital que ofrece una vida llena de poesía. La escritora, aun consciente del peligro de mezclar dos géneros literarios en su novela, también le sumó varias técnicas de periodismo. Así utiliza variantes de narrador que enriquecen la lectura: desde la primera persona para narrar las vivencias de sus visitas a la voz del investigador historiográfico que nos informa de las Islas Canarias, sus primeros pobladores y su geografía. Otra de las voces, sin duda la más ingeniosa, es la que diluye historia y leyenda a través de pequeños relatos que forman parte de la tradición oral española y a su vez no dejan de ser la historia íntima y emotiva del historiador primero de las islas.

En resumen, Un verano en Tenerife es un viaje al conocimiento de la riqueza de los demás a través de la poesía, donde el mar, las rosas o flores, la luz y la naturaleza son elementos que se unen para sazonar pequeños relatos, que logran traspasar lo cotidiano para ofrecerle un matiz de leyenda. No por gusto esta obra trasciende el estatus de novela y libro de viajes para convertirse en la mejor carta de presentación del canario o el isleño, analizando tanto su psicología como su manera de mostrarse al mundo, lo que permite que el texto resista los avatares del tiempo y puede leerse hoy con total actualidad. Y aunque muchas son las virtudes de la obra, considerada por muchos una “excelente guía literaria”, el principal logro estilístico del libro será siempre la calidad de la prosa. Un género que en la autora cubana es mestizo como lo es el cubano mismo, pero que tiene la rara cualidad de representar lo mejor de la literatura escrita en lengua española de todos los tiempos.


Recorte


Días después del fallecimiento de Dulce María Loynaz, dijo de ella Juan Cruz Ruiz (1) en el diario El País (28/4/1997), en su artículo Una mujer enamorada:

Lo primero que nos dijo, al recibirnos en su casa de El Vedado, el barrio de La Habana donde vivía, fue que Un verano en Tenerife era su mejor libro. Lo escribió después de haber estado en la isla canaria, de donde era su marido, el periodista Álvarez de Cañas, del Diario de la Marina. En Tenerife fue feliz y además, las veces que vino, hasta finales de los años cincuenta, era recibida como una visitante ilustre, una poeta celebrada como un orgullo local por sus colegas isleños. (…)

En esa atmósfera, Dulce María Loynaz recordaba sus visitas canarias como elementos luminosos de una vida que desde hacía tanto había sido iluminada por las velas de la pobreza y ahora aparecía surcada por una sólida melancolía. Antes de aquel matrimonio, Dulce María Loynaz había sido impulsada a tener una relación de conveniencia que se rompió pronto; a los 40 años vivió su luna de miel con Álvarez de Cañas, que la llevó al Puerto de la Cruz, en Tenerife, y fue este viaje el que dio origen a aquel bello libro de amor y de recuerdo. (…)

Dulce María Loynaz era de conversación sincopada y seca, amable pero distante, como si detrás de sus recuerdos hubiera un peso muerto, un gran cansancio. ¿Y por qué aquel fue su mejor libro?, le dijimos al final. Ella nos miró con sus ojos vivos pero lejanos, dulces y demorados: “Porque está escrito por una mujer enamorada”. Y siguió quieta en su banqueta de rejillas, un sillón más antiguo que su casa y que su vida.

(1) (1948–) Periodista, escritor y editor español, adjunto a la dirección del diario El País


Por su parte, Manuel Díaz Martínez (2), prologuista de la segunda edición de Un verano en Tenerife, en su columna Mirador del diario ABC (29/4/1997), publica los siguientes fragmentos dentro de la IMAGEN ÚLTIMA DE DULCE MARÍA LOYNAZ:

Dulce María Loynaz ha muerto en su casa de La Habana después de vivir casi todo el siglo. Ciega, me han dicho. Alejada de los trabajos de la Academia Cubana de la Lengua, que ya no podía atender. Me entero de que ha muerto y siento que se lleva una época, un estilo de vida, una forma añeja de dignidad y cubanía, ecos lejanos de una Cuba que también fue, en parte, la mía y que, para bien y para mal, no volverá. Es como si en su pequeño cadáver cupieran los restos de un gigantesco naufragio. (…)

Dulce María nunca quiso emigrar. Respondía, a quienes le sugerían que lo hiciera, que la hija de un general mambí no abandona Cuba. No quería, no podía vivir lejos de La Habana, la ciudad donde había nacido, donde escribió su obra, donde envejeció custodiando la aureola de su familia. No quería abandonar su casa de toda una vida, en la que recibió a JuanRamón Jiménez, a Federico García Lorca, a Gabriela Mistral… No era una mujer política, pero tampoco era ingenua en esta materia: ella sabía perfectamente bien en qué país estaba viviendo. Una vez me dijo en el portal de esa casa en la que esperó la muerte:

—Este es un país dominado por una sola persona, y esa persona nos manipula a todos. Por el momento tiene fuerza suficiente para hacerlo. (…)

(2) (1936–) Poeta, periodista y diplomático cubano de nacimiento, posteriormente nacionalizado español, y miembro correspondiente de la Real Academia Española


Recorte ABC


Por último, en la emblemática Página Tercera del diario ABC (29/4/1997), Santiago Castelo (3) evoca la figura de Dulce María Loynaz en su excelente artículo GRAN DAMA DE AMÉRICA, del que entresacamos diversos fragmentos reveladores de su personalidad:

Aún no hace un mes que fui a verla. Me alertaron de la gravedad de su estado, de la inesperada presencia de un cáncer de hígado que había tornado su cara blanquísima en un ligero color azafranado, del escepticismo de los médicos, de su mucha edad… No lo dudé un instante cuando María del Carmen, la sobrina que la ha cuidado hasta el último momento con una entrega y una dedicación admirables, me dijo: “Pregunta mucho por usted, Castelo”. Y me fui a La Habana.

Allí estaba, como siempre, en la mecedora de la cocina, parte reservada de la casa, junto a los ventanales luminosos por donde entraban las buganvillas en flor y el lejano clamoreo de los niños de un colegio. Donde tantas y tantas confidencias me ha hecho a lo largo de los años…

(…)

Durante más de diez años nuestra relación ha sido honda, luminosa. Tengo el orgullo de proclamar que he gozado de la amistad íntima de las dos mujeres más importantes que ha dado Cuba en este siglo: Dulce María Loynaz y Alicia Alonso. (…) Hasta el postrer instante mantuvo la curiosidad por los asuntos literarios, la devoción por la poesía, la inquietud por Cuba (¡Pero es mi río, mi país, mi sangre!)... Solo en la pasada semana, a causa de su debilidad, se suprimieron las tertulias vespertinas. Ahora que releo las notas de mi estancia cubana –con tantas horas a su lado– me sorprendo de que conservó hasta el fin la fortaleza indeclinable y el señorío innato que marcaron su vida toda.

Por eso no la puedo recordar con tristeza, porque ella no me lo perdonaría. Yo encontré en 1986 una Dulce María Loynaz “que ya ha entrado en la noche”, encerrada en su silencio, con sus amigos españoles creyéndola muerta y ella inflexible en seguir manteniendo la llama de su desaparición literaria, y fue mi terquedad y la colaboración de ABC y las cartas y los premios que le empezaron a llegar de España los que la devolvieron a la vida. Eran los años en que estaba entregada por completo a la supervivencia de la Academia Cubana de la Lengua, a la que refugió en su casa y logró salvar y mantener con liberalidad e independencia. (…) Volvió a vestirse con colores llamativos –aquel último día con su batita rosa y los vivos bordados en blanco– y no quería en su entorno ropas oscuras: “En Cuba, póngase usted camisas de colores. Para vestir de gris o de negro ya tiene usted a Castilla, que es austera”. Tenía la ironía viva, el humor punzante. Y no olvidaba. Recuerdo hace ocho o diez años en aquella especie de mercado siniestro para turistas que hubo en el comedor del Hotel Nacional. Una dependienta se acercó a ella: “—¿Qué desea usted, abuela?”. Me eché a temblar. Esperaba cualquier contestación de su coquetería femenina herida. Tenía a veces un genio pronto, demoledor y terrible. Me tranquilizó con una sonrisa: “—No se preocupe. Prefiero que me llame abuela a que me llame compañera. Eso sí que no lo soportaría…”

O el día de la concesión del premio Cervantes. Llegó la noticia cuando los dos nos íbamos a sentar a almorzar y fue este cronista de hoy quien atendió la llamada del ministro español de Cultura, Solé Tura. Al anochecer de aquel día –ya rendidos de periodistas y visitas y felicitaciones– mientras miraba la tarjeta con el ramo de flores que le mandó la Embajada de España, Dulce María dejó caer, como sin darle importancia.

—También he recibido una caja de bombones.

—¿De quién?, pregunté yo.

—Del comandante…

—¿Y?...

—No estaban envenenados.

Así era Dulce María. En la “Habanera de octubre” conté cómo en 1995, tres años después de concedido el premio Cervantes, “mi amiga es muy anciana, pero lejos de sobrecogerse, cuando te enteras de que aún le violan la correspondencia, hace un mohín cómplice y, sonriendo, susurra: “Sigo siendo una mujer peligrosa…”.

(…)

Veo ahora sus papeles, sus cartas, los poemas de Martí manuscritos por ella para honrarme en algún cumpleaños, sus libros y esas dedicatorias bellísimas, unos pañuelos descoloridos que fueron de su marido, el periodista Pablo Álvarez de Cañas… Y tantas confidencias: desde su radical negativa a abandonar la Isla –“yo soy la hija del general Loynaz y a mí no me van a arrancar de mi tierra”– hasta el planteamiento del suicidio colectivo con sus hermanos abriendo la espita del gas… Y tantas anotaciones de su puño y letra como conservo y callo. Y me cuesta creer que esa mujer sensible y frágil, firme y fuerte, de la que escribieron Juan Ramón Jiménez y Gabriela Mistral, que discutía con Federico García Lorca y a quien Juana de Ibarbourou llamó “primera mujer de América”, esa Dulce María Loynaz cubanísima y enamorada de España ya no está en el silencio sonoro de su casona de El Vedado. Ha muerto en pie, sin claudicar ni un milímetro. De tanto como se ha escrito de su vida y de su obra ella elegía siempre, orgullosa, la definición del Rey Don Juan Carlos: “Gran dama de América”. Pues sí, esa gran dama de América, esa aristócrata mambisa valiente e inflexible, se ha apagado para siempre. Ella era el ejemplo de una obra literaria intimista y profunda y el bastión de la serena resistencia moral. Cuba y La Habana sin ella ya no pueden ser iguales. Pero no quiero ponerme triste porque Dulce María Loynaz no me lo consentiría. Y yo no quiero hoy enfadarla.

(3) José Miguel Santiago Castelo (1948-2015) Escritor y periodista español, subdirector del diario ABC, director de la Real Academia de Extremadura y miembro correspondiente de las Academias Norteamericana y Cubana de la Lengua Española