Aida González Rossi

Opinión

Estoy triste

Escritora y periodista especializada en Estudios de Género

Guardar

Ayer llamé a mi madre. Estoy triste, le dije, me siento triste. Ella esperó a que acabara de hablar (frenéticamente, un paño estregándome el interior a toda prisa, como siempre que cuento algo que me da vergüenza), se concentró en cómo mi voz se mezclaba con los ruidos de la parada del tranvía, coches pasando y música sonando a través del altavoz de otro móvil y unos pibes chillando de la risa, y me respondió estás tú sola ahí qué haces ten cuidado. Y luego: no te preocupes. Haz algo. Es normal. Yo tampoco lo cuento cuando me pasa, y por qué.

Bajé a Santa Cruz pensando en ello. Mirando a la gente: una mujer con un ramo de flores grandísimo, otra abrazada a su bolsa del Mercadona, otra sacándose los cueros de las uñas, eso me recordó a mi madre, su gesto de clavarse una uña en el borde de otra y mirar algo que yo nunca he podido descifrar, entender, contemplar también. Pensé, para distraerme un fisco, en los cuerpos: si observamos a alguien, no vemos sus emociones; si hablamos con alguien, no oímos lo que piensa, nos fiamos de lo que elige mostrar, a veces nos aprendemos una expresión o una forma de mover las manos y desconfiamos y aun así no podemos soltar (¿no?) aunque no me lo digas, sé que estás triste. Te sientes triste. No pasa nada. Es normal. Los cuerpos revelan un poco. Protegen un poco. Nos encierran un poco: no tengo por qué contarle a nadie que estoy maguada. Porque la magua no se me ve. Yo soy, para la gente de todos los tranvías a los que me subo, una chica con las piernas cruzadas y un bolso colgando y los cascos puestos.

Que me vean la tristeza, pensé, o que me abran toda y se dediquen a jurungarme los órganos y estudiarme la sangre y todo lo que encuentren. Sería parecido. Y por qué.

Ahora me senté a escribir y, sin entender de dónde me venía, sentí la necesidad de recurrir a esta escena. A estos pensamientos, a esa vergüenza que se examinó a sí misma. Creo que la necesidad viene de que esta escena me explica: normalmente estoy contenta, y no estarlo me genera un malestar terrible. Por un lado, me asusta lo que esas emociones pueden decir de mí; me aterroriza salir vulnerable a un mundo que me ha enseñado que la vulnerabilidad es incorrecta. Ni siquiera peligrosa. O nociva. Simplemente incorrecta. Por el otro, la vulnerabilidad no se me ve. Está guardada en esta carne, en estas manos que apretaban, con los dedos abiertos y los nudillos apenas marcados, una barra del tranvía: por alguna razón, elijo callármela. No mostrarla. Agrandarla asi, pues mi forma de gestionar los conflictos internos suele ser compartirlos con las personas en las que confío.

Y por qué, me dijo mi madre. Por qué nos callamos los rollos, muchacha. Supongo que tuve (tengo) la necesidad de recurrir a esta escena porque necesito explicarme por qué: por qué me costó tanto contarle a mi madre que me sentía triste, por qué luego esa mezcla de alivio y vergüenza, esa necesidad de repensarlo.

Yo creo que la tristeza se considera un estado de tránsito. Algo que nos indica que necesitamos cambiar, hacer, y no una emoción natural que puede venirnos y que también, por supuesto, forma parte de nosotros. Que también está, existe. Creo que el sistema nos quiere fingiendo que somos felices, blindando nuestras experiencias para no necesitar pensar demasiado en ellas. Creo que no nos da vergüenza expresar que estamos tristes, sino, como decía antes, que somos vulnerables: que necesitamos cuidados porque somos seres interdependientes, que para ciertas cosas no somos (ni debemos ser) suficientes, que nos enfrentamos a experiencias y estados que tienen que gestionarse con tiempo y ciertas herramientas.

¿Por qué somos válidas cuando queremos cuidar de la tristeza de otras personas pero no cuando nos toca cuidar de la nuestra? ¿Por qué es tan fácil que mi madre me diga yo también si yo le cuento que estoy triste antes, tan difícil que lo haga sin estar animándome a mí, sin ser yo el centro, el sujeto, la otra necesitando algo que por fin encuentra su utilidad?

Aceptar la tristeza forma parte del aprendizaje de la paciencia. Del respeto por nosotras y por las demás. Del esfuerzo por crear un mundo cómodo, honesto, que nos ampare cuando nos haga falta, que nos trate bien y nos funcione, que no nos pida que finjamos para no molestar. Nos cuesta hablar de tristeza porque nos cuesta hablar de salud mental: eso no, quita. Esto que se parece tampoco, fos. Aceptar la tristeza significa aceptar más cosas, trabajar para que no nos piquen, entender que los cuidados no son un ornamento sino algo esencial. Que las cosas están hechas para nuestro yo manejable: aquel que, aunque no lo seamos, nos vemos obligadas a ser. Siempre. Bajo cualquier circunstancia.