Martín Alonso

Opinión

El fuego y la casa común

Director de Atlántico Hoy

Guardar

El fuego de la tribu prende, desde hace millones de años, con diferentes formas. La hoguera, además de facilitar la vida en el Pleistoceno medio al Homo erectus —y a todos los homininos que llegamos después—, se convirtió en el punto de encuentro de la comunidad. Ya llovió desde entonces. Allí se transmitieron aventuras, se cerraron alianzas, brotó la chispa de más de un encuentro sexual, se armaron buenas broncas que habitualmente acabaron en un conflicto bélico con los vecinos y, sobre todo, se transmitió sabiduría a la siguiente generación. La vida, básicamente.

Desde entonces la casa común ha mutado en muchos modos y formas. Las brasas prehistóricas dieron paso a las ciudades-estado de los sumerios, las ágoras de la Antigua Grecia, las sinagogas judías, los templos egipcios, el senado y el circo romano, las iglesias y universidades europeas, los bares junto a las fábricas en la Revolución Industrial o, tras la Segunda Guerra Mundial, los recintos deportivos. Porque en un campo de fútbol, en una cancha de baloncesto o en el diamante de un estadio de béisbol caben todas las historias: el éxito, el fracaso, el odio, la pasión, la alegría, el dolor, la indiferencia, el amor. La vida, básicamente.

Stevic recibe el trofeo que acredita al Granca como campeón de la Eurocup
Stevic recibe el trofeo que acredita al Granca como campeón de la Eurocup. / ELVIRA URQUIJO-EFE

El pasado miércoles, antes, durante y después de la final de la Eurocup, recorrí ese carrusel de emociones a todo trapo. De principio a fin. Durante todo el día me acordé de cada una de las experiencias que he vivido con el Granca.

Recuerdos

Delante de mí, como si fuese el desfile de la victoria en Moscú, pasaron imágenes y sensaciones en abundancia: la ilusión del primer partido en el García San Román de la mano de mi padre; la excitación por el primer mate de Willie Jones; el subidón tras el palmeo de Pedro Ramos en la primera victoria contra el Real Madrid; el disgusto por el descenso del 92 contra el BBV Villalba de David Brabender; la inesperada alegría por el ascenso en Gijón en 1995; el orgullo por jugar por primera vez la Copa del Rey en Vitoria —y por todas las copas que llegaron después—; el sueño del primer Playoff contra el Real Madrid de Scariolo —y de todas las eliminatorias por el título que vinieron luego—; el sabor agridulce que dejó la final de la Eurocup contra el Khimki; el placer por disfrutar del partidazo en la semifinal del torneo continental de 2016 contra Galatasaray; la agitación del primer título conquistado con la Supercopa de 2016...

Rememoré todo eso y mucho más —¿a alguien más en la sala se le vino a la mente aquellos dos tiros libres anotados por Savané con el reloj a cero contra el Joventut en un Playoff?—. Y comprendí, justo al final del partido, con el Granca ya coronado como campeón de Europa, que durante muchos años estuve confundido: no todo es cuestión de ganar o perder.

La plantilla del Granca celebra en el vestuario su victoria en la final de la Eurocup
La plantilla del Granca celebra en el vestuario su victoria en la final de la Eurocup. / ELVIRA URQUIJO-EFE

En la fiesta, con la emoción de ver al Granca campeón —tras seguir su progreso de cerca durante los útimos 25 años— me acordé de todas las personas —de todas— que este club me ha permitido conocer y de todas las enseñanzas y vivencias experimentadas —de todas— en el camino. Me acordé de los amigos ganados —Floro, Alvarado, Juanjo, Agustín, Bea, Falo, Pedro, Carmen, Ramón, Carmelo, Miguelo, Luis, Juan Carlos—, de los compañeros que me enseñaron a ser mejor periodista —Julio, Fernando, Edu, David, Óliver, Norberto, Rafa—, de los ídolos que son mejores personas que héroes —Taph, Roberto, Jim, Óscar, Xavi—, de los grandes profesionales que no valen la pena como personas —imposible no recordar a aquel fisio que aseguraba que se meaba en la información (el famoso "no pay no play" de Marcus Norris) firmada a pachas con otro redactor—, y de todos aquellos a los que pude afligir al ejercer mi trabajo.

El señor con una vieja radio

Los rememoré a todos —a todos— y, sin saber muy bien por qué, me acordé de un señor mayor que durante los partidos del Granca en el Centro Insular siempre seguía el juego apoyado en una barandilla del pasillo principal, con un enorme transistor pegado a su oreja derecha. A él le dio igual, durante años, la evolución de las radios, los móviles y los auriculares. Siempre se presentó, sin fallo, con su viejo receptor para seguir los encuentros de su equipo. Me acordé de él y de aquellas mañanas de domingo en el viejo pabellón en las que soñábamos con un Granca campeón sin darnos cuenta que la felicidad era aquello: disfrutar en comunidad, en familia, de algo propio.

Hace tiempo que no veo a aquel señor pegado a su transistor. Tal vez se sienta lejos de mí en el Arena; quizá ya no acude al pabellón para disfrutar de los partidos de su equipo. Esté donde esté, espero que tenga una radio cerca que, el pasado miércoles, le permitiera escuchar a Agustín Padrón narrar cómo el Granca se proclamó campeón de Europa, pero sobre todo sintiera que la tribu ha vuelto a la casa común para disfrutar del fuego. Y no hay mejor victoria que esa.