Santiago Negrín

Opinión

Historias de un “Cuatro Latas”

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Cuando llegué a casa con el carnet de conducir, hinchado como un pavo, me fui directo al coche de mi madre, un pequeño deportivo azul, propio de un tipo como yo y mi manera de ver el mundo: 19 años, presumido, joven y decidido. Estaba harto de coger la guagua 014 de TITSA, llena siempre (y atufando a humanidad), para ir a la Universidad.

Se acabó. A partir de ese día, aparecería ante las nenas triunfal, como emperador romano. Mi padre, Inocencio, sabedor de mi apogeo, me esperaba para hacerme comprender que los emperadores ganan sus triunfos, y no se los regalan. Inmisericorde, me señaló, mi nuevo vehículo: un Renault “4 latas” de carga, que se utilizaba para la finca familiar.

El mundo tembló bajo mis pies, mientras mi padre ponía cara de bollo gomero, con un lacónico: “ahí tienes, gasta poco y se aparca donde sea...”, todo un consuelo. “Al menos, se acabó el olor rancio y las esperas por la guagua”, pensé y, les prometo, a partir de ahí nos miramos, de faro a ojos, y fue el comienzo de una gran amistad.

Cerrado y sin ventanas traseras, con el cambio en el salpicadero, dirección de camión, y frenos de mentira, nos agarramos el uno al otro. Pronto dispuse el habitáculo de carga con mantas, cojines, un buen equipo de música y hasta un pequeño armario de bebida y comida. Mis amigos pronto comenzaron a apreciar las bondades del feo vehículo. Como un oso, feo pero sabroso.

Los Carnavales eran su momento estrella. Un año nos metimos unas 12 personas en el coche para bajar a Santa Cruz. Allá por la Avenida de Bélgica, la “jumacera” de unos puros que íbamos fumando fue tal, que la policía nos mandó parar y salió todo el mundo a la estampida por el Parque de la Granja. En La Laguna era el “campamento base” de cualquier incursión nocturna. Era el bar de la última copa...

El cochito, imperturbable, nos aguantó algunas solemnes “cargaceras” (para no conducir), amontonados durmiendo detrás, y algún que otro asuntillo innombrable. Se portó como un campeón en las curvas gomeras y hasta me oyó llorar, escondido en él, cuando vinieron mal dadas. Hoy, casi 30 años después lo recuerdo, fue fiel y leal, y nunca me dejó tirado. De algunas personas, a veces, no podemos decir lo mismo ¿verdad?