Estos días hemos visto cómo arden muchos bosques españoles. Y como casi todo lo de España en seguida se convirtió en una controversia política de malos y buenos, de tertulianos a favor de unos y en contra de otros, y de griterío, mucho griterío, que ya sabemos que no lleva nunca a nada bueno, el griterío y la búsqueda de soluciones inmediatas, que eso es lo que buscan y piden todos, sin darse cuenta de que todo lo que sucede viene de muy atrás y de que hace tiempo que no podemos analizar los acontecimientos con la misma velocidad con la que le preguntamos a la IA o nos acercamos a la información en cualquier buscador. Esos incendios también tienen que ver con las costumbres de la vida que llevamos, con lo que hacemos desde hace lustros y con el egoísmo de quienes viven sin calibrar que lo que hagan hoy tendrá una consecuencia dentro de unos años. La mayoría de la gente se dice que no lo verá o que no vivirá esos cambios, pero todo está aconteciendo a tal velocidad que, de repente, esas consecuencias del cambio climático y del abandono del campo ya las tenemos en nuestros televisores y cerca de nuestras casas.
No digo que no haya negligencias y decisiones erróneas y tardías, pero esas decisiones no evitarían lo que sucede, sobre todo por el calentamiento de zonas de montaña que antes no se veían tan afectadas por las altas temperaturas, la maleza acumulada y los humanos que no saben convivir con la naturaleza. Esos incendios devastadores afectan a Australia, Canadá, Portugal o Grecia. Y también a Canarias, pero en el caso nuestro los efectos son aún más graves por la pequeñez del territorio y por el riesgo de desertización que deriva de la desaparición de los bosques en las islas en las que estos han podido asentarse durante siglos. La subida de las temperaturas ya no la detendrá nadie, y al paso que vamos con los negacionismos neoliberales el futuro se presenta aún más tenebroso e inquietante; pero lo que sí podemos hacer los ciudadanos es contribuir al desarrollo de la agricultura y la ganadería consumiendo productos que ahora llaman Kilómetro Cero y que toda la vida se llamaban del país. Si consumimos quesos de oveja, por ejemplo, esos animales que se conocen como las escobas del campo quitarían buena parte de esa maleza que luego sirve de combustible para propagar los incendios de una montaña a otra y de un barranco cumbrero a otro barranco. Pasaría lo mismo con el consumo de papas, de lechugas, de manzanas, de aceites o de mieles.
Pero esos ganaderos y esos agricultores locales no pueden competir con la mano de obra barata y los monopolios de fuera, y tampoco está la economía de las familias canarias para pagar más por las papas o el aceite. En ese punto sí es necesario un compromiso eficaz y con mirada al futuro de las instituciones para paliar ese desfase de precios, y luego de los ciudadanos para saber que consumiendo lo que produce el sector primario del lugar en el que vivas estás ayudando a prevenir, por lo menos un poco, esos devastadores incendios con los que tendremos que convivir en los próximos años.
No vale con echarse las manos a la cabeza, culpar al político de turno o dedicarte a maldecir o a teorizar viendo el telediario. Si queremos salvar lo poco que nos queda, ya va siendo hora de que nos concienciemos y tomemos medidas personales que puedan ayudar a mejorar el mundo que viene, ese mundo apocalíptico que muchos vislumbran dentro de setenta u ochenta años cuando escuchan las consecuencias de la vida que estamos llevando. Y no he escrito aquí de todo lo que está destruyendo el planeta en lugares en donde solo importa la facturación inmediata. Consumir lo nuestro y ayudar a que las nuevas generaciones no solo se queden, sino que regresen al campo, es algo que podemos conseguir entre todos sin gritos y sin perretas de niños chicos que no quieren asumir las consecuencias de sus propios actos.