¿Qué tienen en común una pancarta de manifestación, un político en campaña y el community manager de cualquier institución pública?
Fácil: repiten “igualdad” como si fuera la piedra filosofal de toda sociedad justa. Se les llena la boca con ella. Es la palabra comodín, la carta trampa del UNO ideológico.
Pero aquí va la pregunta incómoda, la que rasca: ¿y si igualdad y justicia no solo no fueran lo mismo, sino que a veces fueran enemigos? En la base del problema está la trampa lingüística.
Vivimos tiempos donde las palabras se manipulan con más descaro que las encuestas electorales. Y como no nos molestamos en pensar lo que dicen, acabamos creyendo que "justicia" e "igualdad" son sinónimos.
No lo son. Nunca lo han sido. Y probablemente nunca deberían serlo.
Justicia = Dar a cada uno lo que le corresponde.
Igualdad = Dar a todos lo mismo.
Lo que pasa es que eso queda muy feo en una pancarta. Imagínate: "Queremos que cada cual reciba según su esfuerzo, contexto y mérito, ajustado a sus circunstancias individuales."
No cabe en un tuit. Ni en una camiseta. Ni en un partido político. Así que lo simplificamos, lo vulgarizamos. Vamos con un ejemplo sencillo. De esos que cabrean a todos por igual, que es como debería medirse la neutralidad ideológica. Tres estudiantes. Uno ciego, uno disléxico, uno con visión 20/20 y lectura veloz.
Igualdad: les das el mismo examen en letra pequeña, sin adaptaciones.
Justicia: ajustas el examen a las necesidades de cada uno para que el resultado dependa del conocimiento, no de la capacidad de leer rápido.
La igualdad suena bien… hasta que es cruel. La justicia, en cambio, exige pensar, matizar, adaptar. Requiere contexto. Y vivimos en una era de titulares, no de contextos.
Y aquí viene el truco final del prestidigitador ideológico: cuando se intenta defender la justicia, se acusa de “elitismo”. Y cuando se exige igualdad a toda costa, se pasa por encima del esfuerzo, del mérito o del contexto individual.
La meritocracia, en teoría, es el mejor sistema: que llegue más lejos quien más lo merece. Pero hay una letra pequeña que no sale en el folleto: no todos corren desde la misma línea de salida.
Un estudio del Harvard Opportunity Insights Project (2019) demostró que los hijos del 1% más rico tienen un 77 veces más probabilidades de acabar en ese mismo 1% que el hijo medio de la clase trabajadora. ¿Eso es justicia? ¿Igualdad? ¿Meritocracia? Es lotería genética, con envoltorio de ideología.
Otra confusión deliciosa. Porque cuando alguien grita "¡Queremos igualdad!", nunca se paran a aclarar: ¿de oportunidades o de resultados?
Igualdad de oportunidades: acceso al punto de partida en condiciones justas.
Igualdad de resultados: que todos acaben en el mismo lugar, sin importar cuánto se esforzaron o arriesgaron.
La primera es deseable. La segunda es distópica. Una sociedad que garantiza resultados idénticos es una dictadura del promedio.
¿Te esfuerzas más que los demás? No importa. Todos cobramos lo mismo.
¿Te arriesgas a emprender? Lo siento. Redistribución total.
No es socialismo: es mediocridad institucionalizada.
Lo dijo Winston Churchill: “El vicio inherente del capitalismo es el desigual reparto de las bendiciones. La virtud inherente del socialismo es el igual reparto de las miserias.”
Una sociedad justa no trata a todos igual. Trata a cada uno según lo que necesita para desarrollarse al máximo de sus posibilidades.
Eso es mucho más difícil. Mucho más complejo. Y sí, infinitamente más justo.
Pero mientras sigamos confundiendo “lo mismo” con “lo justo”, seguiremos fabricando eslóganes que suenan bien y decisiones que salen mal.
Así que la próxima vez que escuches a alguien gritar “¡Queremos igualdad!”, pregunta: ¿Igualdad de qué? ¿Para quién? ¿A qué precio?
Y si se ofenden… quizá es que has hecho la pregunta correcta.