Fran Belín./ CEDIDA

Opinión

Producto ecológico y regreso al futuro

Periodista

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“La edad no perdona” reza el dicho pero también es verdad que el paso de los años curte con experiencias de todo “pelaje” que, en buena parte, conforman lo que somos como humanos en cada una de las etapas de nuestra trayectoria vital.

Es que el otro día, para una foto de grupo, me lanzaron algo así como que era “el joven de la vieja guardia”. Lo doy por bueno aunque no me parece haber percibido que este periplo desde la infancia haya cogido poco menos que la velocidad de la luz.

El tiempo pasa, que cantaba el recordado Pablo Milanés, y la introducción viene a cuento de mis sensaciones, que vienen de lejos, acerca del tan traído y llevado Kilómetro Cero, el producto local y todo lo que se vincula a la sostenibilidad del territorio y al paisaje de Canarias.

Por eso que “no hace mucho” acompañaba a mi padre a los altos de Güímar. Saltábamos un par de “atarjeas” y llegábamos a la bodeguita donde nos atendía el propietario. Me hacían probar la “aguapata” –ese proyecto de vino blanco- y a continuación sacaba cuchillo de faenar en el campo, cogía unos tomates de una caja y con una destreza inaudita los partía en cuatro gajos. Sal gorda por encima y a brindar.

A vueltas con el sabor

Hace un par de semanas escribía en esta misma columna de atlánticohoy.com sobre el “redescubrimiento” del sabor al que aludía el experto gastrónomo Toni Massanés, director de la Fundación Alicia (Alimentación y Ciencia).

Aquellos tomates eran sabor. No afirmo esto, créanme, con ápice de nostalgia, de “misticismo canario” o porque “cualquier tiempo pasado fue mejor”, como reza el latiguillo. Es que ciertamente tomábamos una ciruela del árbol o un níspero –con no tan buen aspecto como frutas que vemos en el supermercado- pero todo aquello revoloteaba en fragancias, en jugos, en matices…

Si nos ponemos a recordar, eso pasaba con los alimentos: con aquellas carnes de los guachinches, los pollos, el pescado (las viejas vaya si sabían) y hasta el potaje de berros de una intensidad que superaba la memoria.

La frase de que nuestros abuelos sí practicaban el Kilómetro Cero (dando por bueno este término, que tiene sus más y sus menos y largo y tendido se puede hablar de él) no parece baladí, más aún teniendo en cuenta que en cada isla las condiciones ofrecen un tapiz de verduras, legumbres hortalizas, tubérculos,… inmejorable sin tener en cuenta específicamente el carácter volcánico, que de eso también hay que profundizar en otro momento.

El tiempo pasó, sí, y hubo sensación de que paulatinamente habían desaparecido aquellos tomates de los altos de Güímar. La evolución es indispensable, según se mire, y sin embargo en tiempos en los que mis hijos eran pequeños me asaltaba la duda: ¿si yo recuerdo el sabor de aquellos tomates –como ejemplo- y ahora me saben a ‘madera? Si a mis niños les sabe a madera un tomate, una pera, una ciruela, ¿a qué le sabrá entonces cuando estén criando a su descendencia?

Ecocomedores, y no se hable más

No crean pero voy saliendo de dudas de cuando en cuando. Con Pedro Hernádez Castillo, cocinero palmero, acudí al mercadillo de Puntallana, y allí probé frutas y verduras ecológicas. ¡Ya está! El “espíritu de los tomates güimareros” sobreviene, se posa en la impresión de cada bocado como entonces, con el vaso de vino en mano.

Es por ello que, entre otras acciones, me alegro sobremanera que el Instituto Canario de Calidad Agroalimentaria (ICCA) siga perseverando con el concepto de los eco-comedores en los colegios del Archipiélago. De algún modo toda esencia retoma la personalidad de materias primas que sin darnos cuenta fueron, en sabor, sombras de sí mismas. Hoy, más que nunca, parece relevante y estimulante explorar por esos pequeños corazones y poros gastronómicos de nuestros terruños, los mercadillos, para de algún modo hacer de ese “regreso al futuro” un enlace perenne de la esencia que nunca debimos perder.

¡Y cómase un tomate cristiano!

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