Lo Sembrado

Agoney Melián, secretario de organización de la Confederación Española de Asociaciones de Jóvenes Empresarios (CEAJE). /Cedida

Hay momentos en los que uno deja de correr, no porque llegue a la meta, sino porque ya no puede más. Momentos en los que el cuerpo va, pero el alma no le sigue. Yo he estado ahí. No lo digo con tristeza, lo digo con verdad. Durante un tiempo largo, me aferré a una idea, a una causa, a una lucha que, con el tiempo, comprendí que no me pertenecía del todo. Y, como suele pasar, confundí el empeño con el propósito. Quise salvar algo que ya estaba roto. Y sin darme cuenta, aquello a lo que me abrazaba con tanta fuerza era un ancla. Un ancla que me hundía sin avisar.

Pero uno no se da cuenta del peso hasta que lo suelta.

Y yo lo solté. No de golpe, no con rabia. Lo solté despacio, como se sueltan los amores largos o los proyectos en los que dejaste el alma. Lo solté con la humildad del que se rinde no porque ha perdido, sino porque ya entendió que esa batalla no era la suya. Y, al soltar, ocurrió algo que no esperaba: volví. A mí. A la calle. A los cafés. A los nombres de siempre. A los abrazos que no se habían ido, aunque yo me hubiese alejado.

Recuerdo perfectamente el primer día que salí a “ver gente”. Me puse una camisa bonita, pero sin intención de impresionar a nadie. Más bien para sentirme vivo. Fui a ver a una clienta de toda la vida, sin cita previa, sin agenda, solo con las golosinas de siempre. Solo aparecí. Me abrió la puerta, me miró con esa cara de madre que ve al hijo que no llamaba hace meses y dijo: ¡Pero mira quién sale del destierro!

Nos reímos. Nos dimos un abrazo largo, de esos que hacen ruido por dentro. Y sin planearlo, nos pusimos al día. Hablamos de lo humano, de lo empresarial, de lo que duele y de lo que salva. No firmamos nada, pero sellamos algo más importante: la certeza de que los vínculos verdaderos no caducan.

En estas semanas he tenido una suerte inmensa: no ha habido ni una sola persona que me dejara en visto. Ni una. Ni una sola puerta cerrada. Todo ha sido calidez, alegría, reencuentros con risas y con lágrimas, como si el universo me estuviera recordando que, incluso en mis etapas más silenciosas, no dejé de sembrar.

Y eso me ha emocionado profundamente. Porque, si te soy sincero, yo pensaba que había desaparecido un poco del mapa emocional de los demás. Pensaba que, entre el ruido político, las tensiones, las decepciones, el desgaste de liderar más con las tripas que con la razón, había perdido parte de esa conexión que siempre me ha movido; pero no. Resulta que lo sembrado seguía ahí. Esperando.

Durante años, sin plan de marketing ni hoja de ruta, sembré cafés. Sembré risas en medio del caos. Sembré favores, escuchas, palmadas en la espalda, mensajes a destiempo, miradas que decían “te entiendo”. Sembré sin querer, sin calcular. Porque cuando uno da desde la autenticidad, no se da cuenta de que está dejando algo sembrado en los demás.

Hasta que un día lo recoge.

Y vaya si lo recogí. En forma de mensajes como “me alegra verte de nuevo con luz”, o “te echábamos de menos”, o “por fin volviste a ser tú”. Mensajes que me hicieron llorar en silencio, en medio de una sala de espera o caminando por la calle. Porque cuando uno ha estado apagado, cualquier pequeña chispa de reconocimiento se vuelve un fuego precioso.

También he tenido conversaciones de las que desnudan. Personas que me dijeron, sin rodeos: Te habías ido.

Y tenían razón. Me había ido. Me había ido a sobrevivir, a justificar lo injustificable. A intentar sostener estructuras que no eran mías. A quedarme por lealtad, por compromiso o por miedo. Y ahora lo veo con claridad: muchas veces, lo que parece responsabilidad no es más que apego. Un apego feroz a lo que fuimos, a lo que soñamos, a lo que no queremos aceptar que ya no es.

Aferrarse no siempre es amor. A veces es miedo.

Y yo tuve miedo. Mucho. Miedo de decepcionar, de fallar, de rendirme. Miedo de que, si soltaba aquello a lo que me había aferrado con tanto esfuerzo, me quedara sin nada. Pero no fue así. Al soltar lo que me hundía, no me caí: volé. Volé hacia lo verdadero. Volé hacia lo sembrado. Volé hacia mí.

Una de las cosas más bonitas que me han dicho en estos días me la soltó una compañera de las de siempre. Me miró y me dijo:

Tú siempre vuelves, pero cuando vuelves, vuelves mejor. Como si el tiempo debajo del agua te curara.

Y me reí. Y lloré. Porque había verdad en eso. Porque sí, he vuelto distinto. Más suave, más libre, más ligero. Sin necesidad de demostrar nada. Sin el peso de las expectativas. Sin las corazas que uno se pone para sobrevivir en un mundo que a veces solo premia lo duro, lo eficiente, lo rentable.

Y eso me lleva a otra reflexión que quiero compartir: ¿qué pasa con la ternura en los entornos profesionales? ¿Dónde queda el espacio para el afecto en medio de tanto vacío? ¿Quién nos enseñó que en el trabajo no se llora, no se abraza, no se confiesa que uno está triste?

Quizás lo que más he descubierto en esta vuelta a la calle, es que lo humano también cotiza. Que hay gente que, sin yo saberlo, me tenía como referente no por mis ideas, sino por mi forma de mirar. Por cómo celebraba lo pequeño. Por cómo escuchaba sin apurar. Y eso, eso vale más que cualquier premio o cargo.

También ha habido reencuentros con humor. Un compañero me soltó: ¿Dónde estabas, chiquillo? ¡Te echábamos de menos hasta en los grupos de WhatsApp! Y yo le dije: Estaba… recogiendo aire. Y me pasé un poco de largo.

Nos reímos. Mucho. Como antes. Como siempre. Porque al final, cuando uno vuelve de verdad, la risa también vuelve.

Escribo esto no para dar lecciones. Dios me libre. Lo escribo porque a veces hace falta que alguien diga en voz alta: estuve perdido, me reencontré, y aquí estoy. Lo escribo para quien ahora esté en ese punto oscuro en el que todo pesa, todo abruma, todo parece que se cae. Para decirle que no todo está perdido. Que hay luz más allá del ruido. Que hay vínculos que no mueren. Y que lo que sembraste sí, tú, te está esperando.

Solo tienes que salir, llamar. Dejarte querer, respirar; y si hace falta, llorar un poco también, porque no todo tiene que ser fortaleza. A veces lo que más nos salva es permitirnos ser frágiles.

Hoy me siento profundamente agradecido. Por lo sembrado, sí. Pero, sobre todo, por lo que floreció incluso en mi ausencia. Porque eso es lo que más me ha impresionado: que hubo cariño que no se apagó, aunque yo estuviera fuera de cobertura.

Y ahora que vuelvo, me lo encuentro ahí, esperándome. Fuerte, vivo, humano.

Así que gracias.

Gracias a quienes no me soltaron.

Gracias a quienes me recibieron con la misma alegría con la que se recibe a alguien que vuelve del viaje largo.

Gracias a quienes no me reclamaron, sino que me abrazaron.

Y gracias, sobre todo, a lo sembrado.

Porque de eso estamos hechos. No de lo que conseguimos. Ni de lo que demostramos. Sino de eso que sembramos cuando ni siquiera sabíamos que estábamos dejando algo en los demás.