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Opinión

Una pandemia mundial de hace cien años: la gripe española

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Cumpliendo el aislamiento social en casa, debido a la pandemia del nuevo coronavirus, me puse a revisar libros y me llamó la atención la cubierta de uno de mi autoría. Se trata de “Valbanera: réquiem por un naufragio”, publicado en Canarias, en el año 2016, por Ediciones Tepemarquia.



El tema del mismo es bien conocido: el vapor mixto español que naufragó en septiembre de 1919, cuando un enorme huracán no le permitió entrar a la bahía de La Habana y lo hundió cerca de Cayo Hueso, con casi quinientas personas a bordo entre tripulantes y pasajeros; no hubo sobrevivientes. En el prólogo de mi libro, escribió Eusebio Leal, prestigioso historiador de la ciudad de La Habana:


En la memoria de los cubanos y, especialmente, en la de los habaneros, quedó el naufragio del vapor Valbanera en 1919 como tragedia que llenó de luto y pena infinita a incontables familias que, tanto en España como en la Isla, tenían puesta su esperanza en los infortunados viajeros, en su mayoría emigrantes canarios. 


A propósito de su publicación entonces, le pedí a mi amigo y miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, UNEAC, el pintor cabaiguanense Julio Santos Fleites, que ilustrara la cubierta del mismo; así, además de promover de manera justa su talento extrafronteras, contar con su depurado arte en una de mis obras y no repetir las más que conocidas fotos del barco, decidimos que recreara una salida del Valbanera de la bahía habanera. Muchos podrían preguntarse: pero, ¿no se hundió, luego de no poder refugiarse allí? Sin embargo, su obra llamada Valbanera, julio de 1919: Adiós Habana —y que puede contemplarse junto a este escrito—, no se refiere al catastrófico septiembre, sino a su última visita a la rada habanera, ocurrida alrededor de dos meses antes del naufragio y cuando comenzaba, el 3 de julio —sin saberlo—, su último viaje hacia España. Y en ese regreso es que aparece —como decimos los cubanos—, el pollo del arroz con pollo del presente artículo: la pandemia llamada Gripe Española.



Para abordar esta historia, tendremos que retroceder exactamente un siglo atrás. Entre 1918 y 1920 la humanidad fue sacudida por ese terrible flagelo, que dejó, según fuentes conservadoras, entre veinte y cuarenta millones de fallecidos, aunque algunos sitúan la cantidad en otra escalofriante cifra: cincuenta millones, o sea, más del cinco por ciento de la población mundial de entonces. El contexto fue el último año de la Primera Guerra Mundial —llamada entonces Gran Guerra— y los años de la dura recuperación planetaria.

Las fuentes científicas califican la enfermedad de esos años como una pandemia de inusitada gravedad, causada por un brote del virus Influenza A, del tipo H1N1. 

De manera curiosa debo decir, que esta no comenzó a manifestarse en España como hace suponer su nombre, sino en los Estados Unidos. Sucedió que al surgir el 4 de marzo de 1918, en un campamento militar en Kansas, las principales potencias, entre ellas el país de Norteamérica mencionado, se encontraban envueltas en la guerra y la prensa de esos lugares no le prestó casi atención en sus inicios; sin embargo, en España, país neutral, no participante en la conflagración, la pandemia ocupó diariamente las primeras páginas de todos los periódicos, motivo por el que fuera bautizada como Gripe Española, debido a su enorme divulgación allí; la misma se expandió a una gran velocidad por la geografía mundial, con su elevada fiebre, dolores de oído, cansancio corporal, diarreas, vómitos, estornudos, tos, dificultades respiratorias y demás síntomas. La mayoría de los enfermos por la epidemia morían debido a neumonía, hemorragia o endemia pulmonar, que afectaban mortalmente el árbol respiratorio. 

No hubo vacuna. La ciencia de entonces no pudo encontrar un tratamiento eficaz. Se recomendaron medidas higiénicas, aislamiento social, no transitar fuera de casa, no celebrar fiestas y cerrar centros públicos, como cines, iglesias y escuelas, entre otras acciones. El nasobuco (o mascarilla), ese fiel aliado de los seres humanos, no fue exaltado ni bien usado, a pesar de que innumerables médicos aseguraban que se trasmitía por las goticas de saliva que despide el habla; incluso, muchas personas lo ahuecaban para fumar a través de él, un disparate atroz e impensable en la actualidad. 

Al parecer, la pandemia entonces no fue vencida; desapareció como llegó, misteriosamente, en el verano de 1920. En realidad, no fue combatida como debía; la guerra, sus consecuencias, los pocos adelantos de la ciencia y la deficiente estructura sanitaria y médica de todos los países, conspiraron contra su enfrentamiento exitoso. La humanidad pagó un alto precio: el mal privó de la vida a más seres humanos que la propia Primera Guerra Mundial; incluso, se afirma que fallecieron el doble de personas que en esa contienda bélica. Este no respetó cargos, títulos nobiliarios, clases sociales, profesiones o razas. Murieron individuos conocidísimos como el presidente de Brasil, un renombrado poeta francés, el primer ministro de la Unión Sudafricana, un famoso historiador, ensayista y sociólogo español, un arquitecto japonés, un pintor austríaco, un popular Santo Vidente de la Virgen de Fátima, prestigiosos médicos, cantantes, condes y príncipes europeos, un importante líder bolchevique ruso, y actores de cine y teatro norteamericanos, solo para poner algunos ejemplos. 

Por otra parte, en esos años de pandemia y de emigración, las líneas navieras españolas, entre ellas la Pinillos, propietaria del Valbanera, reforzaron sus viajes de vapores mixtos —pasajeros y mercancías— a América y en especial a la llamada Perla del Caribe: Cuba. Aunque por las consecuencias de la guerra, esto no se llevó a efecto como se deseaba, sí llegaron al archipiélago cubano varias naves que hacían escala en Canarias. La prensa de la época se hizo eco de viajes a Santiago de Cuba, de los navíos Cádiz y Barcelona con varios enfermos de Gripe Española a bordo. Las autoridades sanitarias del oriental puerto, tomaron una serie de medidas para evitar la propagación de la epidemia. La Habana y otros destinos cubanos también recibieron barcos europeos y norteamericanos. La Mayor de las Antillas, no escapó del contagio; es más, informes de entonces aseguran que hubo elevada morbilidad y mortalidad entre la población. Sí se realizaron planes adecuados a la contingencia para frenarla, de acuerdo a su naturaleza y a los conocimientos a mano, pero no fueron todo lo eficaces que se deseó, porque no se cumplieron como debía. 

En cuanto a Canarias, la epidemia no tuvo las funestas consecuencias que ensombrecieron la vida en otras regiones del planeta; ella se mantuvo ajena a las oleadas epidémicas de la época. Sin embargo, no evitó la presencia del mal; no caben dudas de que su condición geográfica —como Cuba, archipiélago— la resguardó, ayudada por una estricta cuarentena, la prohibición de transitar o aglomerarse en las calles, la suspensión del tráfico marítimo y un clima más favorable para combatirla. Hubo contagiados y muertos, pero su balance final no fue, ni por asomo, como el de otras regiones españolas como Andalucía, Extremadura Castilla-La Mancha y Málaga, por solo mencionar algunas. Tampoco sus cifras llegaron a las de otros países europeos azotados por la guerra, e incluso, a las de los Estados Unidos, donde apareció la enfermedad y donde también se sintió con fuerza.

 Y concluyo como comencé: con el viaje de regreso a España del Valbanera, en julio de 1919, en medio de la pandemia mencionada. La tripulación y los pasajeros no escaparon de la misma; entre los hacinados mil seiscientos viajeros —cuando el barco poseía solo una capacidad de mil doscientos— se desató el contagio, que puso en aprietos a las autoridades del vapor. Se enfermaron centenares de personas, en una situación caracterizada por un terrible amontonamiento de desesperados seres humanos, que veían morir a muchos de sus acompañantes; hasta la cubierta de la nave estaba totalmente ocupada, a lo que se unía el mal tiempo, la falta de higiene y las dificultades alimentarias. En fin, un infierno en alta mar, en un viaje que duraba, como mínimo, dos semanas. 

Entonces explotó la bomba: el capitán y el médico decidieron lanzar al mar los cadáveres para no contagiar a los sobrevivientes. Cuando ya se habían tirado por la borda unos treinta, los pasajeros, indignados por lo que consideraban un sacrilegio, se sublevaron e intentaron linchar a los culpables.

Al llegar a Canarias, el 16 de julio, el escándalo fue mayúsculo; la prensa reflejó profusamente lo ocurrido y varias personas fueron ingresadas en los hospitales de Las Palmas. Se acusó a la Compañía de irresponsable por afán de lucro —sobrecarga de pasajeros— y se exigió el procesamiento penal del capitán y del médico, los que fueron destituidos. 

Luego de arribar a la Península, el Valbanera fue colocado en cuarentena, desinfectado y obligados sus propietarios a cumplir todos los trámites sanitarios imprescindibles. Por esas circunstancias, fue nombrado como nueva máxima autoridad del vapor de Pinillos, Izquierdo y Compañía, el joven marino gaditano Ramón Martín Cordero, de treinta y cuatro años de edad, pero con vasta experiencia marinera en viajes a América. Este partió, sin saberlo, en viaje hacia la eternidad, el 10 de agosto; llegó a Santiago de Cuba —después de recoger centenares de humildes emigrantes en Canarias—, el 5 de septiembre de ese fatídico año de 1919; el 9 el ciclón no le permitió entrar a la bahía habanera y tratando de defenderse del colosal fenómeno, naufragó hacia el mediodía del 10, en los Bajos de Rebeca, a cuarenta millas de Cayo Hueso. Muchos opinaron entonces que desde lo ocurrido con la pandemia a bordo, en su viaje de regreso a España en julio de 1918, sobre el vapor había caído una terrible maldición. 
 
Con esta historia, de ninguna manera pretendo provocar la alarma o sembrar el pánico entre los lectores; al contrario, mi intención no es ser un sensacionalista fatal, pues confío de manera plena en la humanidad y en su triunfo futuro. Los tiempos son diferentes, la ciencia exhibe grandes adelantos, el personal médico-sanitario combate con heroísmo la enfermedad y se aprecia mucha conciencia, solidaridad y fe; siendo así, opino que en este contexto, muchos querrían conocer esta historia que jamás debía repetirse, por lo que la que ofrezco de manera anecdótica, responsable y esperanzadora. ¡Resistiremos y después venceremos a la pandemia, estoy seguro!