El árbol que habita

El árbol ennoblece lo que el grafiti y el cableado siniestro de tantas calles y casas de Vegueta se empeñan en afear

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Árbol en el interior de una casa en Vegueta, en Las Palmas de Gran Canaria, en marzo de 2024
Árbol en el interior de una casa en Vegueta, en Las Palmas de Gran Canaria, en marzo de 2024

Caminamos por la ciudad pasando de largo, dejando atrás lo que no existe porque no lo miramos. Pero la ciudad nos ve pasar a nosotros como ha visto pasar a tanta gente durante muchos años. Nos ven las casas, los árboles y esos pájaros que cantan sin que nos demos cuenta de la sinfonía de su presencia. Así andamos casi siempre, de trabajo en trabajo, de reunión en reunión, de un lado para otro, sin fijarnos. Si acaso nos damos cuenta de lo que tenemos alrededor cuando la vida nos da una tregua de vacaciones o de días que se ralentizan milagrosamente al caer la tarde o en esos fines de semana en los que parece que nos cambian el escenario de nuestra comedia diaria.

Ese árbol de la foto que se asoma a una casa abandonada está en Vegueta, en la trasera del Rectorado, uno no lo ve casi nunca porque no hay acera en el otro lado de la calle. Si pasas debajo no de te das cuenta de su presencia, quizá por eso ha crecido y ha ido conquistando las ruinas de lo que un día acogió la vida de la gente. No sé si estaba el árbol antes de la casa o si fue plantado después de que se levantaran los muros y de que alguien decidiera la colocación de unas habitaciones, una cocina y tal vez un patio en el que plantar un árbol que algún día le diera sombra. Quizá haya alguien que conozca la historia de esa casa y de ese árbol. A lo mejor brotó porque sus raíces estaban debajo mucho antes, y  porque el tiempo siempre es un aliado de la naturaleza que nosotros vamos sepultando. Sucedió en los días del encierro de hace cuatro años. Los adoquines de las calles por las que apenas transitaban los coches fueron conquistados por las hierbas que salían del subsuelo sin que nadie las pisara y sin que ningún neumático las aplastara brutalmente.  No sé cuánto tiempo acabarán resistiendo ese árbol y esa casa antigua en medio de la especulación inmobiliaria cada día más inmisericorde, cada vez con menos frenos que protejan las fachadas históricas o los edificios que forman parte de la memoria urbana de la gente. El árbol, de momento, habita en ese espacio a salvo de la piqueta y del martillo neumático, y uno lo retrata como retrataría a un superviviente de otra época. Sus ramas se asoman a la calle y suenan decenas de pájaros que han encontrado refugio en ese pequeño edén urbano en donde no ganan los de siempre. 

El árbol ennoblece lo que el grafiti y el cableado siniestro de tantas calles y casas de Vegueta se empeñan en afear con las manos de los humanos que no aprenden de la altivez y la belleza de los árboles y de toda la sabiduría que atesoran en la sombra de su tiempo. Solo los pilares y la piedra del dintel son testigos de la belleza. También la puerta tachonada en la que aún resuena el eco de los golpes de quienes alguna vez tocaron en ella. Pero todo eso es historia, olvido para los que ahora miran al pasado, casi un estorbo que muchos sueñan con hacer desaparecer para levantar bloques horteras que rentabilicen el suelo turístico mucho más de lo que hace un árbol, un árbol que se ha vuelto okupa de una vivienda, que no hace ruido, pero sí siembra de flores la fachada que uno encuentra azarosamente cuando no mira al suelo, ni a esas pantallas que tanto nos alejan del presente. El árbol traza su destino en los anillos que le cuentan en sus adentros y busca alimento en la raíz que escarba la tierra para que las ramas miren al cielo. La ciudad tiene muchas miradas y muchos juegos del destino por todas las aceras. Algún día nos marcharemos y serán los árboles los que salgan del suelo con el que ya no especularán esos seres que no han entendido nada creyéndose lo más fetén de la existencia.