Kafka y el amor. / FARRUQO
Kafka y el amor. / FARRUQO

Kafka y el amor

En Kafka, cada relectura es un camino que te termina abriendo nuevas ventanas en tu propio pensamiento

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El libro de papel sigue teniendo ese tacto que un día descubrimos que podía encender toda la imaginación de nuestro pensamiento, todos los sueños, los temores, los anhelos, y también lo único que realmente termina siendo importante. Pero cuando el libro se edita con el cuidado de una obra de arte, se engrandece todavía más el contenido que nos aguarda. Eso es lo que ocurre con Kafka y el amor, publicado por Ediciones Vegueta.

La portada te detiene cuando lo encuentras en una librería; pero luego, cuando lo tocas y cuando reparas en todos los detalles, te das cuenta de que en ese proceso se ha puesto todo el amor del mundo, todo el talento y todo lo que uno le pediría a ese objeto siempre mágico que cambia la vida de tanta gente. Pero también hay que destacar el papel, la tinta y todas las sensaciones previas que te regalan antes de acercarte a la obra maestra que es siempre una página de Kafka, que como sabemos es una y otra vez su propio argumento para que nosotros terminemos siempre de escribir en nuestro pensamiento todo lo que él esboza en un renglón o en un párrafo.

A veces me pregunto qué hubiera sido la vida de no haber existido Franz Kafka, y de no haber incumplido Max Brod su petición final de destruir todo lo que no había publicado. Una vez dijo que un libro era como el hacha que rompe el mar de hielo que llevamos dentro. Eso es lo que encuentro una y otra vez cuando lo leo y lo releo con el paso de los años. Nunca termina. Nunca se acaba la posibilidad de sus puntos de vista.

Este libro reúne muchos de sus escritos sobre el amor, desde las cartas a Felice Bauer y a Milena Jesenska, a distintas entradas de diarios, esbozos, relatos, y todo aquello que roza la razón final de la literatura y de la existencia. Emilio Gavilanes escribió en esa obra maestra que es su libro Bazar, que “la fama póstuma de Kafka borró a los escritores que triunfaban mientras él vivía, los que le borraron a él”. Y así sigue siendo cien años después de su muerte.

Su obra nunca termina. A veces está de moda y a veces desaparece, pero siempre regresa más allá de los vaivenes literarios. Creo que es uno de los escritores de los que más he aprendido y, sobre todo, de los que más sigo aprendiendo. Contó estos tiempos en El Proceso o en La Condena mucho antes de que llegáramos nosotros a protagonizarlos, y en cada regreso no sucede como con otros referentes, que descubres las costuras y, en muchos casos, la impostura del armazón de sus argumentos.

En Kafka, cada relectura es un camino que te termina abriendo nuevas ventanas en tu propio pensamiento. Lo hace siempre sin ditirambos y sin insistir en los consejos. Él escribe sobre sí mismo y sobre todo lo que le rodea, y uno luego vuelve también a ser uno mismo con todas las posibilidades del abecedario y con todos los puntos de vista de lo que tenemos delante, de todos esos detalles que él sacralizó tanto en lo que contaba como en lo que callaba entre dos palabras o dos renglones sueltos.

Lo inconcluso de buena parte de su obra, es la conclusión que nos deja de la vida y de la literatura, esa sombra, cada vez más luminosa, que encontramos en el amor que cuenta en esta recopilación que Ediciones Vegueta acaba de entregarnos, como quien nos entrega un poco más de la alquimia que fue intuyendo ese hombre, que nadaba o remaba cada día en el río Moldava y que se encerraba luego hasta muy tarde en su cuarto cuando se quitaba el uniforme mundano de la vida diaria. En esa habitación escribió muchas de las páginas más grandiosas de la literatura de todos los tiempos. Sin fuegos vacuos de artificio verbal. Sin estridencias. Asomándose a un espejo cada día más asombrosamente visionario.