No es novedad que los barrancos del sur de Tenerife son desde hace años un lugar donde habitan muchas personas, ya sea por necesidad o, mayoritariamente, por considerarse como un modo de vida. Ello ha llevado a que cada año aumenten los asentamientos ilegales en zonas como Granadilla o Arona. Esto genera que las especies que habitan en barrancos se pongan en jaque.
Aunque algunas habitan en este tipo de asentamiento por necesidad, lo cierto es que gran parte de quienes viven en este tipo de lugares lo hacen por gusto y son de nacionalidad extranjera. Muchas de estas cuevas se han habilitado como una especie de terraza o de espacio de retiro.
Creciente problemática
La pasada semana, el Ayuntamiento de Arona fue el escenario de una reunión de trabajo mantenida entre miembros del grupo de gobierno municipal y representantes de diversos organismos y cuerpos de seguridad del Estado para analizar y coordinar medidas conjuntas frente a la creciente problemática de los asentamientos ilegales, crecientes durante los últimos años en esta zona de la isla. Apuntaron además la importancia de abordar el problema desde una perspectiva social, especialmente en relación con el sinhogarismo, para evitar el crecimiento de estos asentamientos irregulares.
De hecho el pasado año Granadilla de Abona desalojaba 45 asentamientos ilegales, muchos de ellos cercanos a la costa. En estos asentamientos había cerca de 100 personas "en su mayoría extranjeros de nacionalidad europea", afirmaban desde el consistorio.
Afección negativa
Pero este tipo de prácticas que vienen de la mano humana —como fiestas o actividades recreativas— pueden dañar gravemente el entorno más allá del impacto visual que causan. Estas acciones provocan erosión del suelo, alteran los ciclos naturales (agua, flora, fauna) y aumentan riesgos ambientales, especialmente cuando se realizan en zonas frágiles como barrancos o escarpes, según apunta a Atlántico Hoy el educador ambiental José Carlos Herrero.
Además de esto pueden generar residuos que contaminan el agua y el suelo, favorecen la llegada de especies invasoras (como ratas), y producen contaminación acústica, lo que estresa y aleja a la fauna afectando especialmente a aves migratorias en espacios protegidos cercanos. Esa presencia humana descontrolada puede llevar a la pérdida de hábitats, cambios en el paisaje por construcciones ilegales, tala, modificación de cauces o quemas. "Todo esto causa una pérdida del valor natural, paisajístico y de los servicios ecosistémicos que los entornos naturales ofrecen, incluso si no están legalmente protegidos", detalla
