Al tomar la autovía que une Santa Cruz con San Andrés, cualquier persona que se dirija hacia Las Teresitas o al Parque Natural de Anaga se va a topar, casi sin querer, con un pedazo de historia de la ciudad. Puede que pase desapercibido para aquellos que tienen prisa y desean llegar a su destino; pero al lado de la carretera, frente a una gasolinera y rodeado de tanques industriales se alza un edificio gris. Está algo desvencijado y fantasmagórico, como si el tiempo se hubiese detenido en su interior.
Puertas tapiadas, cristales rotos, grafitis, muros agrietados y maleza: símbolo del abandono absoluto. Lo que pocos imaginan al ver este cascarón sin vida es que, hace no tanto, ese lugar fue el centro de ocio más querido de Santa Cruz de Tenerife, el punto de encuentro de generaciones y un nexo simbólico entre la ciudad y el mar.
Un lugar de encuentro
Fue en los años 20 cuando el entonces alcalde Santiago García Sanabria expresó su preocupación por la falta de una zona de baño pública en una ciudad eminentemente costera. Su propuesta, recogida en una circular municipal, fue clara: construir un balneario frente al mar, para que los chicharreros tuvieran un espacio digno donde disfrutar del océano.
En 1928 comenzaron las obras, justo frente a la zona de Valleseco, al lado de lo que hoy son los restos de la batería militar de Bufadero. Y en 1930, dos años después, el balneario abrió sus puertas. Su diseño, vanguardista para la época, evocaba la silueta de un barco y estaba influido por el Racionalismo arquitectónico, un estilo moderno que comenzaba a imponerse en Europa.

Fiesta, veraneo y deporte
En 1954, el complejo creció con un segundo edificio: la residencia José Miguel Delgado Rizo, ideada originalmente como hotel-casino, pero que acabó siendo un alojamiento vacacional para trabajadores y sus familias. En su apogeo, este espacio acogía fiestas, competiciones deportivas y visitantes no solo de otras islas, sino también de la península e incluso del extranjero.
Durante los años 60, el balneario era una institución. Guaguas particulares llegaban desde todos los barrios, cargadas de niños, jóvenes y familias deseosas de pasar el día. Su piscina pública, la primera de este tipo en Tenerife, fue durante décadas la única disponible. Allí se hacían amigos, se ligaba, se aprendía a nadar y se celebraban verbenas.
Del esplendor al olvido
Pero como todo lo que no se cuida, el balneario comenzó a perder vida. La residencia cerró en 1980 y el balneario en 1992. Con los años, el mar se fue alejando de sus muros y lo que fue un lugar de alegría y encuentro se convirtió en un esqueleto olvidado. La periodista, historiadora y gran conocedora del balneario, Dolores Hernández, llegó a escribir El balneario de Santa Cruz y sus aledaños, un libro para recordar lo que este lugar fue.
Hoy, ese edificio agoniza entre grúas y camiones cisterna, invisible para quienes no conocen su historia. Pero para los que lo vivieron, sigue siendo el lugar donde nació el primer amor, donde se aprendió a bucear o se compartieron risas bajo el sol. Un edificio frente al mar que, aunque ya no brilla, guarda en sus grietas los ecos de una época en que fue el corazón del ocio chicharrero.