Querido Andrés, aquí escribe el periodista al que le piden que cuente algo de tu persona y de tu obra; pero al periodista lo mando hoy a la caseta. No tiene palabras que consuelen tu ausencia. Me llamó Eduardo para contármelo y aún no me lo creo. Ya sé que es un tópico y que la muerte nos parece siempre mentira cuando nos quita a alguien que forma parte de nuestro mundo cercano; pero para los mortales es así de inexplicable la existencia, y una y otra vez nos quedamos estupefactos cuando llega la muerte. Teníamos una visita pendiente al Tejar para recorrer unos restos arqueológicos que hay cerca de los barrancos de tu infancia satauteña. La última vez que nos vimos me estuviste hablando de Setembrini y de La montaña mágica, pero también de los pájaros que había en un jardín de La Palma y del nombre de los árboles y de las flores que teníamos delante. Hablamos alguna vez de la muerte, de los procesos del duelo cuando llega la Parca, y de la curación de la literatura cuando no queda ninguna puerta en la que pedir explicaciones por la ausencia.
Estoy fuera de casa, escribiendo en uno de esos aparatos que ahora llevamos encima a todas partes. Cuando llegue, abriré cualquiera de tus libros de poemas y conversaré con ellos. En mi mesa de noche está la edición y la tradución que coordinaste de los cuadernos de Paul Valéry. Conversamos alguna vez sobre la resistencia literaria, y te dije que para mí eras el ejemplo, el que vive en Canarias pero sabe estar fuera y no cegarse con esas luces mendaces del paraíso con las que tantos se confunden. No te escuché ninguna queja y, siendo uno de los más grandes, de los que se nombrarán siempre cuando ya no estemos, te has marchado sin el Premio Canarias de Literatura; pero, eso sí, con numerosos reconocimientos nacionales e internacionales, y con la admiración de muchos de los grandes nombres de la literatura del siglo XX y de lo que queda de ella en este siglo tan poco dado a la poesía y al pensamiento.
Porque no solo era poesía, Andrés. Era también el magisterio, la enseñanza, la palabra necesaria, el ensayo preciso o la traducción con conocimiento. Una vez me contaste el día en que saliste del Viera de Vegueta y te acercaste a conocer al poeta Manuel González Sosa en El Museo Canario, y la conversación que mantuvo aquel joven en pantalón corto con un hombre culto y sabio como Manuel. Con el tiempo, conseguiste que su obra se publicara a nivel nacional en Pre-Textos, como mismo habías hecho con la obra de Domingo Rivero en Acantilado. Aquel joven siempre fue generoso con sus maestros.
Ahora nos toca a nosotros serlo con tu memoria y con tu obra. Lo tenemos fácil porque lo que dejas es la única presencia cierta que puede dejar un escritor, lo que aprendió de la vida y de la palabra, lo que pensó en silencio y todo lo que caminó por el sendero de su memoria. Querido Andrés, donde quiera que estés, quiero que sepas que dejas ese halo de elegancia y de saber estar en la existencia que solo se consigue viajando hacia dentro y no perdiendo nunca la mirada de lo que realmente merece la pena que se cante y que se cuente. Tus amigos nos quedamos un poco huérfanos sabiendo que no estas al otro lado del teléfono. Gracias por enseñarnos a nadar un poco mejor entre las ínsulas extrañas de este archipiélago literario que ya te está echando de menos.