El regreso, después de muchos años lejos de donde se vivió un amor, o de donde la juventud pensaba que era eterna, es una canción romántica, un mar interminable y una sucesión de recuerdos que emocionan el alma. Los últimos minutos de Parthenope nos llevan a ese viaje mental, necesario y cinematográfico de la belleza. La belleza, ese podría ser el resumen de la última película de Sorrentino, esa sensación de que el ser humano es capaz de vez en cuando de justificar su presencia en este planeta que tanto afea y tanto destroza por donde pasa. El arte, a veces, es una compensación a toda esa fealdad que vamos dejando. También es un escudo que nos protege de la mediocridad y de la maledicencia.
Hace años escribí de La gran belleza, la película por la que llegué a Paolo Sorrentino. Proponía algo distinto, una mirada nihilista y crítica al mundo de los artistas, de los diletantes y de la supuesta fiesta interminable de los que creen que lo tienen todo y solo poseen dinero que luego no saben en qué gastar. También me quito el sombrero ante Fue la mano de Dios, con la sombra de Maradona o de esos golpes inesperados que nos encontramos de vez en cuando en la vida diaria. En esa película de Sorrentino cuenta, desde la ficción, la muerte de sus padres en un accidente de coche cuando él tenía diecisiete años. En ese momento nace el artista, en el dolor, en la carencia de respuestas ante lo único que debería importarnos, y es entonces cuando se empiezan a inventar los argumentos que nos salvan o que nos permitan ser un poco dioses en otros destinos que no son más que nuestras proyecciones personales, nuestros sueños, nuestros miedos, y nuestras intenciones por dejar algo más que cenizas cuando nos vayamos.
Sorrentino también es novelista, y eso se nota en la construcción de sus historias, y además es un creador arriesgado que no duda en recurrir al simbolismo más surrealista o al realismo mágico para alejarnos todavía más de la vida real, aunque es justamente la vida real, lo cotidiano, lo que más nos vuelve cómplices de lo que cuenta, con la muda en medio de lo que no esperas, en una iglesia, en un estadio de fútbol o en cualquier barco que navega por esa bahía llena de mitos y de historias que es Napoles. Y es justamente en la mitología griega donde se adentra Sorrentino en Parthenope, en las sirenas, en el regreso a Ítaca cuando todo se pierde, en los amores trágicos e imposibles, y en Homero, en Eurípides, en Esquilo o en Sófocles. Ese final con la canción de Riccardo Cocciante, Era già tutto previsto, lo he visto varias veces desde que me sorprendió la primera vez que vi la película, y sé que volveré muchas más veces, como regreso a tantas escenas de Cinema Paradiso o de Érase una vez en América.
Y desde el principio de la película hay alguien que observa la maldición de la belleza de Pathenope, un perdedor que no pierde la sonrisa sabia y que bebe y mira cómo el amor y la muerte escriben inevitablemente todos los argumentos. Hablo del escritor John Cheever, otro creador que siempre sabe llevarte por ese camino de las derrotas y de las nostalgias sin caer nunca en la cursilería o en relamidos aspavientos. Ese guiño a Cheever cuenta mucho de lo que es Parthenope, esa mujer que guarda su historia en la mirada, que viene de las aguas, y que se asoma al mar para que las olas la lleven donde intuimos que no existe la muerte.
