A veces, una tierra que no es la tuya se convierte en refugio. Una geografía ajena acaba por ser, sin aviso, un espacio íntimo. Eso le ocurrió a José Saramago, quien halló en una isla volcánica del Atlántico un hogar definitivo, un lugar donde escribir, respirar y, sobre todo, mirar.
“Me quitarán lo que quieran, pero nadie me podrá quitar el aire de Lanzarote”, dijo una vez a su editor Juan Cruz. La isla lo transformó, y él dejó su huella indeleble en ella.
El origen del exilio
Todo comenzó en 1993, cuando Saramago decidió abandonar Portugal. La razón: la censura del Gobierno luso a su novela El Evangelio según Jesucristo. El veto a su candidatura al Premio Literario Europeo fue la gota final. Con Pilar del Río, su compañera, cambió de país y se instaló en Lanzarote.
Allí, en el municipio de Tías, levantaron juntos una casa desde cero. “Era un erial”, contaba Pilar y luego Saramago lo reafirmó en su autobiografía, “pero tenía vistas abiertas al mar y espacio para sembrar”. Así nació A Casa, que hoy es Casa Museo José Saramago, un espacio que todavía respira ideas.
Árboles con historia
Saramago plantó árboles como quien escribe frases: con sentido, emoción y memoria. Palmeras, pinos canarios, olivos, un olmo para su sobrino Olmo, y dos membrilleros como homenaje a Víctor Erice y Antonio López. El jardín creció como lo hicieron sus libros: con paciencia, belleza y precisión.
La biblioteca de A Casa es el corazón de la vivienda. Allí no se guardan solo libros: se acoge a personas. Fue lugar de encuentro para intelectuales como Eduardo Galeano, Susan Sontag o José Luis Sampedro. Su colección está organizada según los países de los autores o las temáticas, salvo los títulos escritos por mujeres, que Saramago agrupó todos juntos, por orden alfabético.
Ascensos con sentido
A los 70 años, subió los más de 600 metros de Montaña Blanca, el cono volcánico que veía desde su ventana. Lo describió así: “El viento me batía en la cara, me secaba el sudor del cuerpo, me hacía sentirme feliz”.
Nunca planeó subir Montaña Tesa, pero al verla allí, esperándolo, no pudo resistirse: “Me parecía mal volverle las espaldas, por eso subí”, dejó escrito. El paisaje lanzaroteño le provocaba euforia, como si el cuerpo reconociera su lugar en el mundo.

Lecciones desde el cráter
Una de las fotos más conocidas de José y Pilar fue tomada por Sebastião Salgado, dentro del Volcán del Cuervo. Avanzan de la mano, enfrentando los vientos alisios. “Un volcán apagado es una lección de filosofía”, escribiría él en sus Cuadernos de Lanzarote.
Aquel entorno salvaje, áspero, fue clave en su evolución literaria. Antes, decía, se fijaba en las esculturas. Después de Lanzarote, comenzó a mirar la piedra con la que estaban hechas. Así de profunda fue la transformación.
Un centenario universal
El 16 de noviembre de 2021 comenzó la celebración por su centenario. En colegios de Canarias, Portugal y Brasil, niños y niñas de 9 y 10 años leyeron simultáneamente La flor más grande del mundo, un cuento donde los pequeños actos tienen grandeza moral y poética.
El homenaje continuó hasta noviembre de 2022, con Lanzarote como epicentro de los actos. Porque aunque no era su tierra natal, la isla fue tierra suya, como él mismo reconoció. Su obra, a partir de entonces, llevaría el polvo de Timanfaya y la luz del Golfo.
Escribir con volcán y mar
Los atardeceres en El Golfo, las sobremesas en Playa Honda, los paseos por Punta Mujeres: todos los paisajes de Lanzarote moldearon una nueva escritura. Ensayo sobre la ceguera nació allí, y con él todos los libros que vendrían después.
Saramago encontró en la isla tranquilidad para vivir y para escribir. Lo expresó con claridad: “Es como si fuese el principio y el fin del mundo”. Y eso fue Lanzarote para él: un final elegido, un nuevo principio.