La educación inclusiva suena preciosa. Como de folleto institucional. Como de esos correos con encabezados tipo “Estimadas familias” que terminan con “un cordial saludo”. En teoría, todo el mundo en el mismo aula, sin importar su ritmo, sus talentos, sus dificultades o sus genialidades. Suena a igualdad. Suena a justicia.
Pero, ¿de verdad lo es?
A ver, que nadie se me ofenda: yo también creo en una escuela para todos. Lo que no creo es en una escuela igual para todos. Porque ahí está la trampa. El problema no es la inclusión, el problema es la homogeneización. Y eso, dicho claro, nos está pasando factura.
Mete en una misma clase a un niño con dislexia, a una niña con autismo leve, a otro que se come los libros como si fueran cereales y a uno que no ha desayunado porque en su casa no hay nada. Y ahora dime tú, ¿cómo lo haces para enseñar? ¿Para motivar? ¿Para que nadie se quede atrás y tampoco se aburra hasta la desesperación?
Claro, la respuesta oficial es formación docente, adaptaciones, trabajo cooperativo, atención a la diversidad. Todo suena muy bonito. Y muy lejos de la realidad. Porque en la realidad, esa que no cabe en las ponencias ni en los powerpoints del gobierno de turno, el profesor está solo, con 25 alumnos, 50 problemas y cero minutos para respirar.
Así no hay inclusión que valga.
Y luego están ellos. Los niños con altas capacidades. Que ya sé, que a veces no caen bien. Que parece que ya por ser listos lo tienen todo resuelto. Que no hace falta prestarles atención porque “ya van bien”. Porque lo que preocupa es el que va mal, no el que va por delante.
¿En serio?
Muchos de esos niños se aburren, se frustran, se desconectan. Y algunos, sí, hasta suspenden. No por falta de capacidad, sino por desmotivación. Porque cuando todo el mundo te pide que te adaptes tú, que bajes el ritmo, que no vayas tan rápido, que no hables tanto, que no preguntes tanto… al final te apagas. Y punto.
Estímulos
Pero claro, como no dan guerra, como no molestan (o no más de la cuenta), ahí se quedan. Invisiblemente presentes. Con su cabeza llena de ideas y su alma pidiendo estímulo. Y lo peor es que, si protestan, se les acusa de creerse superiores, de querer ir por su cuenta, de ser poco empáticos. Cuando en realidad lo único que quieren es aprender a su ritmo, sin pedir perdón por ello.
La inclusión debería ser para todos. También para los que destacan. Pero a menudo se convierte en una excusa para no hacer nada. Para que todos sigan en la fila, como si fueran piezas del mismo molde. No lo son. Ni lo serán. Y es hora de que lo asumamos sin miedo.
Y aquí es donde entra la polémica:
¿Y si los niños con altas capacidades estuvieran mejor en entornos especializados?
Uy, eso ya suena a elitismo, ¿no? A separar. A clasismo encubierto. A colegio de niños “superdotados”, con su aura de rareza. Pero espera un momento. Si un chaval con necesidades educativas especiales tiene derecho a apoyos específicos, a un entorno que comprenda su forma de aprender… ¿por qué uno con altas capacidades no?
¿Acaso no es también una necesidad educativa especial? ¿O es que solo atendemos lo que suena a carencia y no lo que suena a potencial?
Parece que nos da miedo el talento. Como si destacar fuera sospechoso. Como si ser brillante tuviera que esconderse. La escuela tiene miedo de señalar lo diferente. Y así vamos: nivelando por abajo. No por maldad. Por comodidad.
Hay una obsesión por la media. Por el término medio. Por no molestar. Por que todo fluya en una única dirección. Pero cuando alguien se sale del molde, no sabemos qué hacer con él. Lo metemos en el cajón de “ya irá bien”. Y cerramos la tapa.
Y luego decimos que la inclusión es igualdad. Pero cuando el que aprende más rápido tiene que esperar constantemente, adaptarse a un ritmo que no es el suyo y callarse porque “ya lo sabe”, ¿eso es igualdad?
No.
Eso es injusticia disfrazada de buenismo.
Y ojo, que no estoy diciendo que haya que separar por separar. Que no se pueda hacer inclusión de la buena en una aula ordinaria. Claro que sí se puede. Pero se necesita algo más que buenas intenciones. Se necesita formación real, recursos, tiempo, personal de apoyo, voluntad política, sentido común… y sobre todo, valor.
El valor de aceptar que no todos necesitan lo mismo. Ni al mismo tiempo. Ni de la misma forma. El valor de entender que la igualdad no es dar lo mismo, sino dar lo que cada uno necesita. Y a veces, eso implica reconocer que un entorno especializado no es una burbuja elitista, sino un refugio donde el talento respira, donde la curiosidad no molesta, donde la velocidad no asusta.
Hay niños que necesitan tiempo. Y hay otros que necesitan alas. Y mientras sigamos empeñados en dar a todos zapatos de la misma talla, habrá muchos que no puedan correr. Y otros que, por no ir descalzos, decidirán no moverse.
Porque al final, no se trata de que todos aprendan lo mismo.
Se trata de que todos aprendan lo máximo que puedan.
Y eso, amigo mío, no cabe en un eslogan institucional. Pero sí en una escuela valiente.