Voy a aprender a hacer croquetas

Hay cosas en la vida que uno no espera que se conviertan en importantes. Cosas pequeñas, casi insignificantes, que de pronto adquieren un peso que no puedes ignorar

Agoney Melián, secretario de organización de la Confederación Española de Asociaciones de Jóvenes Empresarios (CEAJE). /Cedida

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Hay cosas en la vida que uno no espera que se conviertan en importantes. Cosas pequeñas, casi insignificantes, que de pronto adquieren un peso que no puedes ignorar. Aprender a cocinar ciertas recetas, por ejemplo, nunca estuvo en mi lista de objetivos. No era algo que fuera a cambiar el mundo, ni a mejorar mi productividad. Pero ahora no puedo sacármelo de la cabeza: quiero aprender a hacer croquetas.

Y no es por el resultado. No busco la croqueta perfecta ni ganar un concurso de cocina. Es algo más profundo, más personal. Aprender a hacerlas es una manera de reencontrarme con Ana, mi abuela. Porque sus croquetas eran mucho más que comida: eran el lenguaje secreto de su amor.

Ana nunca dijo “te quiero” en voz alta, pero lo repetía cada vez que servía un plato. Lo decía en cada bocado, en cada tarde de cocina tranquila, en cada croqueta dorada que llevaba el sabor de nuestro humilde hogar y la paciencia.

El arte de lo sencillo

Ana tenía un don para hacer que lo complicado pareciera fácil. En su cocina no había recetas escritas, ni balanzas, ni medidores. Todo era a ojo, a instinto, a cariño. Y siempre funcionaba.

Yo la miraba con fascinación, intentando descifrar su magia. ¿Cómo era posible que todo le saliera bien? ¿Cómo podía mover las manos con tanta calma, como si el mundo nunca tuviera prisa? Los días de croquetas, le preguntaba una y otra vez: “¿Cuándo me enseñas a hacerlas, abuela?” “Otro día”, respondía siempre, con esa sonrisa suya que parecía guardar un millón de secretos.

Pasaron los años, me hice mayor y mis prioridades cambiaron. La juventud y los designios del destino hicieron que ese “otro día” nunca llegara.

Y ahora, cada vez que pienso en ella, siento la necesidad de recuperar algo de todo aquello. No solo su receta, sino su manera de ver la vida con optimismo.

Lecciones de la masa y el tiempo

Hacer croquetas es más complicado de lo que parece. La masa tiene su propio carácter: a veces demasiado blanda, a veces demasiado espesa. No puedes apresurarla. Necesita su momento. Exactamente igual que las cosas importantes en la vida.

¿Cuántas veces intentamos forzar los tiempos? Queremos resultados inmediatos, respuestas rápidas, éxitos a la primera. Y luego nos sorprende cuando las cosas no salen como esperábamos.

La vida es como esa masa: si no tienes paciencia, si no la dejas enfriar, se desmorona en el momento menos oportuno. Ana lo sabía. Me lo habría enseñado si hubiera podido. Ahora, cada vez que fallo en algo, me gusta pensar que es ella quien me susurra: “No te preocupes, hijo. La primera tanda siempre sale mal”.

Las croquetas tienen mucho que enseñar

  •  No busques la perfección. Cada croqueta es distinta, y ahí está su encanto. En un mundo obsesionado con lo uniforme, lo perfecto es aburrido.
  • La paciencia es estrategia. La masa necesita su momento, igual que las cosas importantes de la vida.
  • Las cosas pequeñas son las que más cuentan. Una croqueta puede ser pequeña, pero detrás de ella siempre hay historias, recuerdos y cariño.

Caos en la cocina (y en la vida)

Me imagino ya en la cocina, intentándolo por primera vez. El desastre está garantizado: la harina volando por todas partes, la bechamel rebelándose y alguna croqueta abriéndose en el aceite con un sonido de traición. Y, sin embargo, estoy listo para ese caos.

Porque el caos también es aprendizaje. Vivimos en un mundo donde el, error parece un fracaso definitivo, pero Ana nunca vio las cosas así. Para ella, cada fallo era una oportunidad para hacerlo mejor la próxima vez.

Con su forma de vivir, me enseñó que la verdadera magia no está en evitar los errores, sino en aprender a reírse de ellos. En limpiar el aceite derramado y volver a intentarlo, una y otra vez.

El mundo moderno y el culto a la inmediatez

Vivimos en una sociedad obsesionada con la velocidad y la perfección. Todo tiene que ser rápido, eficiente, medible. No hay espacio para las pausas ni para las cosas que tardan en madurar.

Pero Ana nunca vivió con prisas. Su tiempo no estaba marcado por relojes, sino por las necesidades del fuego lento. Por eso, hacer croquetas no es solo una receta más. Es un acto de resistencia contra la inmediatez. Una forma de decir que no todo lo que importa puede hacerse rápido.

Llevo unos años viviendo a toda velocidad, inmerso en mil y un proyectos, por eso quiero recuperar esa filosofía. No solo en la cocina, sino en la vida. Quiero aprender a esperar, a confiar en el proceso, a disfrutar del camino, aunque el resultado tarde en llegar.

Ana, siempre Ana

Ella está en cada parte de esta historia. En cada decisión que tomo últimamente, en cada intento de regresar a lo esencial. No sé si ella sabía el impacto que tendría en mi vida, pero ahora me doy cuenta de que siempre fue mi brújula secreta.

Pienso en ella constantemente. En su mirada tranquila, en su forma de mover las manos como si supiera un secreto del que el resto del mundo no tenía ni idea. Me gustaría que estuviera aquí para ver cómo intento hacer lo que ella hacía con tanta naturalidad.

El arte de empezar (y no rendirse nunca)

Aprender a hacer croquetas es solo una excusa para volver a empezar. No espero que me salgan perfectas. Lo que quiero es el proceso, el intento, el tiempo sin reloj y las manos llenas de harina, quiero sentir que estoy volviendo a casa, donde el mundo atroz desaparece y solo queda amor.

Y aunque no sé si llegaré a hacerlas tan bien como Ana, lo que sí sé es que lo haré con la misma ternura que desprendía en casa cosa que hacía. Porque eso, al final, es lo único que importa.

El final que nunca llegó (hasta hoy)

Si cierro los ojos, casi puedo verla. Me la imagino a mi lado en la cocina, observándome con esa mirada tranquila que siempre me calmaba. La veo riéndose suavemente de mis torpes intentos mientras la masa se pega a mis manos.

Ojalá pudiera abrazarla ahora, con las manos llenas de harina, como si el tiempo no hubiera pasado. Ojalá pudiera besarle la frente y decirle cuánto la echo de menos. Decirle cuánto habría dado por que ese “otro día” hubiera llegado antes.

Voy a aprender a hacer croquetas. No sé si serán las mejores del mundo, pero sé que tendrán todo el corazón que les pueda meter. Y, al final, sé que eso es lo único que importa.

Nunca pensé que las croquetas acabarían siendo uno de mis grandes propósitos. No es el tipo de aprendizaje que presuma de likes en redes sociales ni que te dé puntos extra en LinkedIn. No parece particularmente útil en un mundo obsesionado con los títulos rimbombantes y las habilidades digitales. Pero cuanto más lo pienso, más claro lo tengo, hoy comienza mi vuelta a la calma, mi vida pausada llena de cosas alegres y bonitas. Ya le he dado suficiente al mundo. Cuanto más lo pienso, más claro lo tengo: voy a aprender a hacer croquetas.