Los árboles prisioneros

Cada dos por tres abren una zanja para poner más cemento y más baldosas, pero ningún árbol que dé sombra o que sirva para que aniden pájaros

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Uno de los eucaliptos de la calle Juan de Quesada, en Las Palmas de Gran Canaria, el  pasado 31 de octubre de 2023
Uno de los eucaliptos de la calle Juan de Quesada, en Las Palmas de Gran Canaria, el pasado 31 de octubre de 2023

Quien no cuida a los árboles no se cuida a sí mismo. Quienes no planten árboles no tendrán sombra donde cobijarse; pero quienes no cuiden los árboles que plantaron otros antes, no creo que tengan nunca el perdón de la naturaleza, ni el de esas manos que nos legaron belleza, un mejor clima y una cercanía al paraíso que hemos ido destruyendo. Sucede en casi toda la isla de Gran Canaria. Hace pocos días cayó un laurel de indias en Telde que estaba asfixiado por el pavimento, y los seguimos asfixiando en todas partes hasta que caen, laureles de indias, palmeras, eucaliptos, jacarandas, dragos o araucarias. Si miras Las Palmas de Gran Canaria desde lo alto, sólo verás cemento, hormigón, coches aparcados por todas partes y azoteas sin palomas que alegren la mirada.

La foto que ilustra este texto la pueden encontrar en cualquier parte de la ciudad. Ese ábol que se empeña en celebrar el otoño enterrado en el asfalto, y que trata de romper la negrura con sus raíces resilientes, está en la calle Juan de Quesada. Bajé la mirada al suelo persiguiendo la caída de una hoja. Las hojas caen con sutileza, a veces dibujan un arabesco antes de tocar el suelo y luego se posan junto a otras hojas hasta volverse hojarasca con el tiempo. Las mueve el viento y el árbol se desnuda lentamente, soñando como el olmo machadiano otro milagro de la primavera, que aquí acontece casi todo el año, o la suerte de que no aparezca el iluminado municipal con la orden de talarlo o de seguir echando bituminasa alrededor de su madera. Hace años escribí del olor de esos eucaliptos cuando llegan las primeras lluvias. Vieron correr el agua de un barranco que también está sepultado bajo el mismo asfalto que terminará secando sus raíces. Una y otra vez nos enseñan maquetas de la recuperación del Guiniguada, pero pasan los años y lo único que cambia es la suma de nuevas construcciones aberrantes, el derretido tras el derretido de asfalto y una suciedad que está dejando las aceras con varias capas de porquería enquistada o pegajosa que nos llevamos en nuestros zapatos caminantes.

Cada dos por tres abren una zanja para poner más cemento y más baldosas, pero ningún árbol que dé sombra o que sirva para que aniden pájaros que canten al amanecer antes de que suenen los bocinazos. Miramos para otro lado o pasamos de largo, nos lamentamos cuando caen como cayó hace poco, herido de una muerte que ya se venía anunciando sin que nadie hiciera nada, el Árbol Bonito. Ahora contaremos a nuestros nietos que el nombre del callejón que viene de San Juan era por un árbol que vio pasar la historia de esta ciudad y que recibía a los viajeros que llegaban desde los campos y desde el centro de la isla. Es mentira que los árboles no hablen o que los barrancos no se cuenten en la piedra que fue puliendo el agua como quien escribe en la epidermis del planeta. No cuidamos lo que nos dejaron y nos quejamos del cambio climático, del calor y de la sequía que ya asoma en la distancia. Somos nosotros los que estamos escribiendo ese epitafio de los árboles, los que dejamos que queden cercados en todas las plazas con cemento o con asfalto. Dicen que se alimentan desde el subsuelo, pero si a usted o a mí nos atraparan como a ellos moriríamos de pena y asfixiados aunque nos regaran por debajo.  Quizá intentaríamos seguir el curso de las estaciones para dejar que caigan luego nuestras hojas como  ese eucalipto que recogía a sus hijos secos en el tronco herido por la malandanza humana.